miércoles, 4 de enero de 2017

                                                         Solo una flor

Estoy vieja, la primavera y el otoño ya se han ido. Solo queda el invierno. ¡Ah! Y los recuerdos… quizás por ello aun respiro, miro hacia atrás y suspiro. Eso, los suspiros son la vida de lo que ya se fue y que aún queda en el ambiente. Quizás me exceda, cosas de la vejez. Ñoñeces. No lo toméis en serio, la vida debe ser más amable y risueña.

De niña, alguna vez me llevaron mis padres de carnaval. Es extraño, a pesar de tantos años vividos no lo olvido, está ahí, en mi memoria, quizás también en la tuya… Había mucha gente, niños mujeres y hombres, algazara a porrones, música, saltimbanquis y tambores; payasos vestidos de mil colores, mujeres contorsionistas, trapecistas, malabaristas y animales exóticos: papagayos, serpientes, tigres, leones y un elefante de larga trompa y fantásticas orejas. De los balcones lanzaban emperifolladas damas sacos de confeti de colores creando una lluvia de arco iris.

En la esquina de la plaza, en un rincón, se alzaba la iglesia con su torre de fortaleza medieval desafiando al firmamento. Por su puerta lateral entraban despacio, sin afán, cubiertas todas de negro, algunas mujeres como huyendo del pecado, ocultando el rostro, como si al penetrar en la iglesia se alejaran del carnaval y sus tentaciones. Pero no. Allí estaba el presbítero invitando a la fiesta pagana, invitando a participar de las carnestolendas para preparar a conciencia  la semana santa. Cada año ocurre lo mismo: nos entristece la partida del carnaval  y esperamos con resignación a que llegue el nuevo año y, con él, la fiesta. ¿No sé cómo explicarlo? Pero me invadía, a mí y a todos en general, exceptuando a las beatas, una íntima agitación. Sentía que el mundo renacía y se abriese como la rosa de la aurora. Como si todas las voces humanas cantasen al unísono su gran victoria sobre la muerte y lo que ya no es. Las carnestolendas no eran solamente mías pertenecían a la gran masa de seres humanos que sacudían la ciudad.

Es curioso que ahora traiga a colación estos recuerdos, pero ellos parecen tener vida propia, están ahí, no quieren ser olvidados, se manifiestan persistentemente y nos hacen actuar en concordancia con sus especiales intereses. Digo esto porque, que recuerde, yo poco participaba. Era muy tímida, no cantaba, no bailaba y hablaba poco; tampoco me había disfrazado ni me había puesto nunca una máscara, aunque, ahora que lo pienso, mascara llevamos casi siempre. En compensación tenía el extraño gusto de la lectura y gustaba de mezclar los personajes de una obra con los de otra e imaginar charlas estrafalarias. Cuando pasaban las chirigotas por la calle en la que vivíamos miraba por la ventana como se divertían los demás. Abría una de sus hojas y, a través de ella, lanzaba bolsas de confeti. ¡Cómo me divertía! Entonces, sin haberlo pensado, me convertía en una niña feliz sin necesidad de antifaz. Sencillamente me regocijaba la felicidad de los demás.

El antifaz me producía cierto repelús, un miedo a no sé qué. Miraba desde mi particular atalaya las caras enmascaradas y trataba de adivinar la cara que había detrás del antifaz. En mi interior pensaba que la una era el reflejo de la otra, y que, esa correlación, era la verdadera manifestación de su carácter. Pero… ¿Habían tantos?  Eran tan diversas las máscaras y los personajes que representaban que había razón de tener miedo. Alguna vez parada en la puerta de la casa hable con alguno de ellos y, mi mundo encantado  de  ogros, duendes, príncipes y hadas  desaparecía  para comprender que detrás de cada mascara, del dorado antifaz, vivía un ser humano envuelto en su propio misterio.

Entendía poco a poco que la vida no era justa y que la realidad es superior al misterio. Como toda  niña mis preocupaciones giraban alrededor de los míos, mi madre, mi padre y mis hermanos, y las de mis padres en cubrir de la mejor manera las necesidades de sus hijos: era la hija de una familia pobre, el carnaval solo pasaba por debajo de la ventana. Dedicaba los días a peinar las muñecas de trapo o en imitar a mi hermana mayor pintándose la boca, o a leer los cuentos de los hermanos Green. En ello escapaba de alguna manera de mi niñez, aun así, siempre esperaba el carnaval.

Hubo un año de carnaval que llevo gravado a fuego en la memoria. Los recuerdos de aquel año aun me persiguen, entonces tenía diez años, ya no era tan niña, y le pedí a mis padres que me dejaran participar del carnaval. Accedieron, no sin reticencia, me advirtieron que tuviera  cuidado y que no me alejara de la comparsa en la que iba a participar. Quería disfrazarme y no sabía de qué. Además no tenía dinero para mascaras ni disfraz ni podía pedírselo a mis padres. Recorrí lentamente mis recuerdos, mire hacia atrás todo lo que observe desde mi particular atalaya, la ventana de mi casa, las máscaras, antifaces, vestidos de luces , chirigotas y comparsas tratando de encontrar la máscara de mi identidad. No la encontré. La ruleta de mi destino no deja de girar.  Salí a la calle, desanimada y triste a ver pasar el carnaval, como siempre, esta vez desde la puerta de la casa. De pronto, como una aparición, se plantó frente de mí un niño, mayor que yo, risueño, de ojos soñadores, de tez blanca y cabellos rizados, llevaba sobre los hombros dos grandes alas de mariposa con colores iridiscentes, me miró fijamente, se sonrió,   y con su voz melosa, con audacia y medio en broma, tomo mi cabeza con sus manos  y deposito un beso en mis mejillas y balbució quedo: Eres la flor de la mañana.


sábado, 29 de enero de 2011

LA TÍA ROSA Y LA TÍA CHIQUINQUIRA

“No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Es el estribillo. Siempre lo repiten. No importaba el destinatario. Su significado, en cambio, dice relación a si mismas, a la supuesta fragilidad de su organismo a pesar de los 99 y 92 años con los que fallecieron. Y repetían el aforismo desde su adolescencia, con machacona vocación. La tía rosa era una mujer enjuta, seca de carnes, pero de cuerpo firme y flexible; su carácter recio, de mirada altiva, ojos penetrantes, voz bien timbrada y rictus impenetrable perfilado por una nariz recta, fina y desafiante, características que por sí solas le crearon un halo de respeto entre quienes la rodeaban o entre quienes la conocían por primera vez. La Tía Chiquinquira, en cambio, era bajita, de piel cetrina, ojos grandes, nariz ancha, apropiados a los climas tropicales, boca mediana y bien delineada, de carácter vivaracho y alegre que escondía una personalidad fuerte e inamovible. La vejez es un estado del cuerpo y del alma, phisis y psiquis en amalgama permanente e inseparable, y, sin embargo, son generadoras de diversos genotipos. Existen seres que son viejos de espíritu y jóvenes de cuerpo, otros que son viejos desde siempre; los hay que mantienen viva, sin nunca decaer, la curiosidad, manteniéndose en un estado permanente de aprendizaje; otros son más sabios, o la suerte les sonríe y terminan de madurar, y por fin, otros que se hunden en el vicio y la corrupción sin ninguna esperanza. La vejez siempre me ha llamado la atención por lo que en ella hay de humanidad, de conocimiento y de reconciliación con la vida y con la muerte, de ahí que se afirme con frecuencia que más sabe le diablo por viejo que por diablo. También es cierto que solo nos hacemos viejos en la medida en que seamos incapaces de embarcarnos en el mismo vehículo en que navegan nuestros hijos y la gente joven.

La tía Rosa y la tía Chiquinquira nacieron con la generación de 1900. Aquellos años debieron ser tiempos difíciles y angustiosos para la mujer. Muchas mujeres empezaron a escoger la soltería y a establecer relaciones de convivencia con otras mujeres sin que las animara un componente lesbiano sino una relación emocional de complicidad frente a la vida y al duro y trasnochado entorno masculino. Este tipo de relaciones quedo bien reflejado en la novela de Henry James “Las Bostonianas” aparecida en 1886, nombre este que a su vez recibieron las mujeres que adoptaron este tipo de convivencia. En esa sociedad, por terrible que parezca hoy, la mujer no tenía otro fin que el que le deparaba el uso y escaso disfrute de la carne, la reproducción y el posterior olvido; luego quedaban como ultimas vías de escape el convento, al cual apelaron y siguen apelando muchas mujeres, la vida fácil y la viudez sobrevenida o ficticia. La conquista de la libertad personal se sustentaba en la traición a las expectativas que la sociedad en las que les toco vivir había depositado en ellas y en cargar luego con la pena de ser señaladas permanentemente con el dedo de la ignominia. La mujer que se liberaba de las absurdas convenciones sociales era perseguida, señalada y humillada hasta la muerte pero muchas comprendieron que el secreto de su salvación radicaba en no asustarse y hacerle frente al destino. La masa, el grupo siempre ataca a quienes creen diferentes y lo hacen con mayor ferocidad si la víctima se somete y se humilla. La mayor carga de intemperancia provenía del concepto retrogrado de feminidad y de familia, mas de este ultimo que de aquel, impuesto por las jerarquías eclesiásticas desde el vaticano y re-interpretadas por sus áulicos y los mezquinos intereses religiosos, políticos, y sociales en el resto del mundo cristiano. No quiere decir esto que en otros cultos como el Judaísmo, el Mahometanismo o el Protestantismo no se den idénticas circunstancias.

Las tías, nacidas de padres campesinos, propietarios de tierras en la vega del río Magdalena, entre los poblados de Puerto Chaguaní, Guaduas y San Juan de Río Seco, en Chaguaní, al occidente de Cundinamarca, en el trópico, mar verde exuberante y ubérrimo que compite en pie de igualdad con la luz solar y la humedad permanente. Chaguaní es un pueblo metido entre las montañas cargadas de densos cafetales arábigos cubiertos por frondosos guamos, dindes, mangos y muchas otras especies apropiadas para dar sombra a los cafetales, altos pastos para el pastoreo vacuno e inmensos cañadulzales. Los hombres recogían la cosecha, el grano de pulpa roja y dulce que después de lavado, secado y tostado recorre la mayoría de los países del mundo aguijoneando los mejores paladares, por ser el café más suave del planeta. La caña de azúcar es recolectada y por procesos industriales convertida en azúcar o en alcoholes, aguardientes o rones. La vida en el trópico es apacible. El tiempo tiene su propio ritmo y el ambiente es embalsamado por los más diversos olores. El hombre pobre de alguna manera es menos pobre que en otros lugares y los ricos, por la misma singularidad, son menos ricos. Otra cosa es el abismo de las clases sociales. El trópico todo lo asimila en un infinito sopor del que ningún ser es ajeno. El silencio es la norma, estar alerta la consigna, la lucha por la supervivencia el pan de cada dio: El mundo que te rodea es un constante renacer, un eterno fluir entre la vida y la muerte. Nada es lo que es ni9 como y donde era sino que todo se mueve, se transforma, cambia y desaparece decía Heráclito con relación al ser, y nunca mejor expresado en relación a la naturaleza tropical. Y, al lado, pero estrechamente ligado con todo lo anterior, amalgamado, diríase mejor, coexiste otro mundo, el mundo de los espíritus, de los muertos y los manes superiores, creencias que acaban por determinar al hombre de estos lares, de formar su mundo y sus ancestros, las entretelas mismas de su mundo telúrico. En este ambiente nacieron, crecieron y vivieron la tía Rosa y la tía Chiquinquira, en el forjaron su carácter, su compromiso con la vida, en el entendimiento de que no estarían a merced de la edad o de las enfermedades sino a expensas de sus propios designios y del destino que así mismas se trazaran. La muerte, como en el caso de su primo Abraham, la decidirían ellas, no para fastidio de los demás sino para su propia satisfacción. Su madre, la señora Justina, mujer de piel cetrina, propia de las gentes de su raza, les inculco a sus hijas no solo los principios de respeto y humildad sino, fundamentalmente, el espíritu de soberbia y rebeldía ante cualquier tipo de sometimiento que atentara contra la libertad. No debió de ser fácil, ni para ella ni para sus hijas, tanto más cuanto que, Don Juan Crisóstomo, padre y esposo, era un nombre de profundas creencias religiosas e imbuido de los usos y costumbres de su tiempo, pero, también hay que decirlo, convencido de que siempre hay que estar preparados para el cambio.

Las tías, al contrario de las mujeres de su generación asistieron a la escuela, aprendieron a leer y a escribir gracias a que don Juan Crisóstomo, su padre, que entendía, a pesar de los atavismos, “que las mujeres tenían como mínimo saber las primeras letras para poder convivir en pie de igualdad con el mundo en que les tocara vivir, para formar un hogar digno, para que la educación de los hijos y de los futuros ciudadanos estuviera bien orientada y para que la relación marital no sufriera deterioros”, ello les permitió tener una perspectiva más amplia de su tiempo pero también ser mas consientes de sus limitaciones, no tanto de las personales, que también, sino de aquellas que les imponían los convencionalismos sociales obligándolas a permanecer, como a todas las demás, en una jaula de cristal, que para ellas era más dolorosa aun porque eran consientes de sus diferencias. Por ello y sin ninguna esperanza encausaron su vida hacia la lectura, las obras manuales y a las obligaciones del hogar como vía de escape a su perenne naufragio: La Tía Rosa dedicaba las horas libres del día al croché; de sus manos salían manteles, carpetas, escarpines, guantes, sombreros y en general todo aquello que ella pudiera imaginar. Siempre me llamo la atención la facilidad con que remataba sus carpetas con perfectas esculturas de animales bordadas con hilo calabrés. La Tía Chiquinquira, seguramente por imitación, se dedico a los bordados y he de decir que, jamás en parte alguna, he visto gatos tan bellos como los que adornaban los cojines de su casa: ¡Eran majestuosos! “Me gustan los gatos, decía con un dejo de tristeza, son tan libres e independientes… y supremamente egoístas”, quizás era un signo de identidad, su introspección competía con su simpatía, con su intimo deseo de figurar. Mirando viejas fotografías salidas del daguerrotipo, de un profundo color sepia, ¡los años no perdonan!, hay que admitir que las tías eran atractivas: tuvieron muchos pretendientes pero ninguno “lo suficientemente importante para merecerlas”, con lo que si Dios no les otorgaba marido se quedarían para vestir santos o el diablo les daría sobrinos.

El destino a veces nos juega malas pasadas o Dios se empeña en retorcidos vericuetos para ponernos a prueba o, en definitiva, hay palabras que no deben pronunciarse para evitar que se conviertan en penosas realidades. Nunca sabremos nada, lo cierto es que la vida nos atropella, que nos lleva de la felicidad y la locura a la tristeza, y al final, hacia el abismo, al profundo silencio y al olvido. Las Tías que nunca se casaron, que tuvieron numerosos pretendientes, que los despreciaron a todos por considerarlos inferiores a sí mismas, se iban a enfrentar por mor del destino a una nueva realidad. Muchas veces sin que lo hayamos buscado, repentinamente los hechos nos encuentran y, sin saber porque, desde ese mismo momento somos nosotros los que los buscamos. El hombre siempre se busca ilusiones, se atarea en expectativas, deseos, inquietudes e incluso amor por aquello que no posee o que desconoce, por lo que no ve, no oye o no comprende. Esto es lo que nos hace diferentes, lo que nos hace diversos a los demás y, esto es lo que va a cambiar para las Tías el rumbo de sus vidas. Si antes vivían en la despreocupación, en su idílico país de fantasías, ahora iban a ser asediadas por preocupaciones que nunca se habían buscado. Si Afrodita les negó el amor y la posibilidad de prepararle con cariño una salsa al ser amado, mientras meneaban las caderas y su sexo húmedo palpitaba a la luz del pensamiento en el amado, thanatos las devolvía a la vida en una ruda metamorfosis: de doncellas las convirtió, de la noche a la mañana, con su virginidad a cuestas, en madres putativas de cinco niños cuyas edades oscilaban entre los seis años y los once meses.

La vida nos enseña que en más de una ocasión sale lo que no se espera. Los hombres somos como niños, creemos, no sé porque, que siempre estamos ante un espectáculo de títeres: Se abre el telón, aparecen las figuras de trapo sobre el tablado, saltan, bailan, gritan, chillan, ríen, discuten, nos hacen reír y llorar y como los niños nos creemos que son ellas las que hablan, saltan y bailan; gracias a la tenue luz del interior del escenario no vemos los hilos que las mueven, ni las manos voluntariosas del titiritero. No es Dios, porque Dios no tiene intereses en las acciones del hombre, ni es el destino porque sería demasiado trágico y horrible estar sometidos como esclavos a una voluntad ajena a la nuestra, es la vida y su cruda realidad, la cual, con demasiada frecuencia, somos incapaces de asumir racionalmente. La muerte, que es inherente a la vida, siempre nos sorprende sin que aprendamos jamás la lección de vivir la vida del todo sin restricciones ni concesiones. La muerte de un familiar, la muerte de un ser querido, la muerte del otro, en síntesis, por mucho que la sintamos, no deja de ser un accidente que puede alterar absolutamente nuestras vidas, abrir cauces nuevos a la esperanza o privarla totalmente de sentido. Nada más ni nada menos y, la vida, a pesar de las perdidas e independientemente de lo que hagamos o no hagamos, pensemos o deseemos, continua sin alteraciones del ritmo.

La muerte de su cuñada, la esposa de su hermano, las dejaba en una situación compleja: a la perplejidad de la pérdida del ser querido tenían que agregar la nueva y difícil responsabilidad de criar y educar a los huérfanos velando por salvaguardar el hogar roto. En definitiva se enfrentaban a la vida, salían de su pueblo natal para dirigirse a la ciudad. Abandonaban un espacio bucólico rodeado del cariño de sus padres plantas, flores y animales para caer en la jungla del hormigón de la ciudad, en el infranqueable individualismo de sus gentes y en el torbellino de la pequeña guardería que tenían que dirigir. Eran consientes del peso que les caía y tenían la vaga esperanza de que su hermano, el padre de los niños, moderara su carácter, no porque fuera agresivo sino por su hosca actitud , su dificultad para comunicarse, tanto que, había que adivinar lo que quería o preguntarle y someterse a su dura mirada de reproche . No. No iba a ser fácil, las dificultades saltaban por todas partes y la estrechez económica rondaba como una sombra sobre sus cabezas. La familia materna, a excepción hecha de la abuela, se abstraía de toda responsabilidad. Opinaban que los niños, en las circunstancias familiares en que se encontraban, era más seguro en la hacienda del Abuelo Paterno por cuanto en ella residía casi toda la familia del padre. Otra cosa opinaban el abuelo paterno y el viudo. Creían, no sin razón que sacar a los niños de la ciudad dificultaría su educación, su salud, su desarrollo, por todo ello se opto por el viaje de las tías.

Los niños eran los únicos que se encontraban ajenos al vendaval de los acontecimientos. El tema central eran ellos, todas las decisiones que se tomaban recaían sobre sus cabezas pero no eran consultados, y no tenían capacidad de opinar. Sentían, si, el vacio que quedaba en el hogar. Notaban la ausencia de su madre. Inquirían por ella sin encontrar respuestas claras. Los olores, los sabores, la disposición de los muebles, la ropa, los zapatos, las fotografías colgadas en las paredes y la ausencia de la voz y las caricias cariñosas les recordaban a su madre. Lloraban a solas y se consolaban entre si mismos. Muchas veces les sorprendieron jugando con su madre detrás de las columnas de la casa o jugando a las gambetas o a la golosa. Ante tales hechos, los planes, todas las expectativas flaqueaban. El padre se derrumbaba y las tías se sentían impotentes para encauzar la situación. Los hechos se repetían con más frecuencia de lo esperado por lo que decidieron que era urgente y necesario llevar a los niños a vivir a una casa diferente donde los recuerdos no los abrumaran y no fuera tan insistente la presencia, en todos los objetos y en toda la casa de la madre muerta.

Vivian en el barrio el Vergel, en una casona grande, de arquitectura colonial, de altos techos y un patio amplio central alrededor del cual se distribuían las distintas estancias ocho en total y un patio de ropas, rodeado por ocho columnas robustas de madera de roble, rematadas en su base por sendas macetas de geranios que la abuela cuidaba con primor. La abuela Soledad, mientras su hija, maestra de profesión, colaboro en la cría de los chicos, los cuidaba con esmero mientras su hija iba a trabajar en la escuela y su yerno se desempeñaba como tesorero municipal en su pueblo natal. No quiero decir que la abuela después de la desaparición de su hija se despreocupara de sus nietos, faltaría a la verdad tal afirmación, siempre se desvelo por ellos y estuvo pendiente de lo que acontecía, pero hay circunstancias ajenas a nuestra voluntad que nos impiden cumplir a satisfacción con nuestros propósitos. Hay hechos externos a nosotros que cambian el rumbo de los acontecimientos y nos impiden llevar a buen puerto nuestros más caros deseos. Por aquellos días la situación del país era convulsa, inestable y peligrosa. Las luchas intestinas por el ejercicio del poder y el mantenimiento de prebendas, entre las clases dominantes y los estamentos sociales menos favorecidos declaro entre los partidos políticos tradicionales una guerra fratricida que se desarrollaba con ferocidad entre las masas campesinas mientras que quienes las impulsaban se repetían los despojos del saqueo; las tierras y los ganado9s abandonados cambiaban de dueños se ampliaban los latifundios y los desplazados engrosaban los cinturones de miseria de las grandes ciudades. La oración por la paz del líder popular del liberalismo dejaba al descubierto los tejemanejes que desde el gobierno se urdían en contra de la democracia: “Mal aventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia” . Solo os reclamamos:! Que nos tratéis a nosotros a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre a vuestra esposa a vuestros hijos y a vuestros bienes! El incendio recorría todos los rincones del país, el asesinato del líder liberal atizaba la contienda y nadie quedaba a salvo de intrigas y calumnias, venganzas y satrapías poniéndolo al borde del precipicio. Una tía de los niños, hermana del padre, trabajaba como maestra en la cercana población de Villeta amenazada de muerte por los facinerosos que azotaban la región, se comunico con su cuñada para que fuera en su ayuda, habida cuenta de que, como hija de una familia conservadora podía obtener el paz y salvo de la autoridades para desplazarse sin inconvenientes y salvar con dicho documento los retenes que la impedían salir sana y salva de la escuela donde se encontraba retenida. Ante el llamado de su cuñada alisto viaje, obtuvo el pasaporte exigido, le pidió a su cuñado Rafael que la acompañara y un martes a las cinco de la mañana salieron el bus rumbo a Villeta. El viaje se trunco una hora después, a las seis de la mañana en la cercana población de Fontibón: un accidente de tránsito cambiaba el rumbo de los acontecimientos. El bus de pasajeros era embestido por un camión de carga y precipitaba la tragedia.

Cuando el caos se instala se necesita de una voluntad superior para restaurar el orden. El abuelo Crisóstomo le pidió a su hijo que se trasladara con los niños a su casa de San Carlos. Entonces era una casa de campo en las afueras de la ciudad con un terreno amplio que utilizaban para cultivar legumbres y hortalizas. La casa estaba dispuesta en forma de L, con cinco habitaciones, sin contar las estancias dedicadas a los servicios cocina sala y comedor y un patio grande debidamente adoquinado, y en la parte trasera, las pequeñas eras donde crecían las hortalizas y plantas de jardín, que con sus vivos colores, apreciándolas del lejos semejaba un mosaico de teselas bien dispuesto y agradable a la vista. La decisión del abuelo fue acertada, los niños se encontraron un ambiente diferente, un excelente lugar de juegos y el cariño de los abuelos paternos. En adelante había que prever todo lo atinente a la educación de los chicos al menos de los tres mayores, porque los dos menores aun no tenían edad para asistir a clases. A los dos mayores los matricularon en un colegio particular cercano a las instalaciones del batallón de caballería por el camino de Usme. El patio de juegos del colegio lindaba con el rio Tunjuelito que en aquel lugar era solo un riachuelo cenagoso cuyo lecho iba encajado en una pequeña garganta de no más de cinco metros de altura y que en sus sitios más angostos su anchura no llegaba a los dos metros. Este rio daría mucho que hablar en los años venideros. A la niña la matricularon como era preceptivo entonces en un colegio de monjas.

El colegio era una vieja y amplia casona, de estilo colonial, que tiempo atrás debió pertenecer o hacer parte de la escuela de caballería. Las aulas eran espaciosas y las pizarras amplias, igualmente sus corredores interiores, mas, su ambiente era frio y poco acogedor. Los pupitres estaban compuestos por unas mesas largas y estrechas, como un cajón, abierto por uno de sus lados, para depositar allí libros y cuadernos, adheridos a una banca larga , estrecha y dura donde se acomodaba a los alumnos de a tres por banca. La fachada exterior de aquel edificio indicaba por si sola el espíritu que gobernaba la institución. El viejo reglamento escolar se encontraba fijado sobre una de las paredes del ancho recibidor y en él se resaltaban las normas de convivencia entre el alumnado, el respeto hacia los profesores y las sanciones disciplinarias a que hubiere lugar. En fin, un manual más indicado para el sometimiento de los espíritus que a la liberación de los mismos. Las desventajas para los niños creativos eran manifiestas, amén de las pésimas practicas pedagógicas que, sumadas a todo lo anterior, arrojaban como resultado el fracaso escolar, la deserción de los alumnos que rechazaban la metodología de la imposición. La falsedad del sistema se manifestaba en la desproporción entre los programas escolares y el rendimiento de los educandos altamente deficiente. Los maestros, con raras excepciones, autoritarios, poco comunicativos y más preocupados de cumplir con el programa anual que por transmitir conocimientos: El maestro convertido en un instructor de reglas pero no en el trasmisor de conocimientos que se grabaran en la mente de sus jóvenes pupilos-Por regla general los alumnos eran incapaces de acomodar las imágenes de las diferentes asignaturas propias del curso de aprendizaje con el mundo real en que les tocaba vivir. Esa ruptura, insalvable, convertía en imposible de digerir cualquier conocimiento por lo que se recurría al expediente de la memorización como patrón general del método educativo. No otra cosa suponía la cantidad de “materia” que había que memorizar, las tablas de multiplicar, los poemas de Silva, Pombo, Valencia, Pesoa, la geografía y la orografía del país, el Catecismo del Padre Astete, los clásicos españoles, teoremas de geometría ,por no hablar de la gramática latina, la ortografía, la lengua vernácula y las lenguas extranjeras. En las clases de historia los alumnos eran incapaces de comparar las circunstancias sociales y políticas de ayer con el momento presente que les acuciaba empujándolos a la acción sin tener una respuesta consiente valida que les permitiera comprender los sucesos en que andaban sumergidos. La vida estudiantil se convertía así en un maremágnum de conocimientos con escasa aplicación, al desbordamiento de las energías juveniles en juegos, indisciplina y disparatados ejercicios de reafirmación personal.

La vida del joven estudiante transcurría entre los castigos tanto físicos como intelectuales que les proporcionaba el profesor y las sanciones paternas por el constante ir y venir de quejas que dejaban consignadas los docentes en los cuadernos de deberes. La fantochería de algunos maestros llegaba hasta el delirio, no de otra forma se pueden catalogar los castigos del enseñante Manasevich en sus clases de matemáticas, férula en mano, mirada fría y voz recia, como la de un sargento, pasaba a la pizarra a los alumnos para que llevaran a efecto una multiplicación de quince dígitos en el multiplicando por diez en el multiplicador. Azorados los alumnos si no se equivocaban en las sumas lo hacían en las multiplicaciones y responder con certeza era un milagro. Las equivocaciones siempre terminaban igual: La férula describía un semicírculo, se oía un grito y ¡bam! reventaba en la palma de la mano, acompañada por un gemido de dolor, como un eco en la distancia del grito anterior. La tortura no terminaba con el castigo físico, la única forma de abandonar el colegio era terminando la multiplicación o la división, el caso era el mismo, o hasta que algún familiar se acercara al colegio a recoger al alumno. Entonces, Manasevich, se frotaba las manos y descargaba sobre el familiar del pupilo toda su sabiduría recriminando la falta de inteligencia, la pereza ancestral, la mala educación, la dejación familiar en la obligación de colaborar en la educación de los chicos. El padre o el acudiente recibían una reprimenda que más tarde, en casa, seria trasladada debidamente al verdadero infractor. Las tías en esos casos les daban unos azotes, les reconvenían por su mal comportamiento para con los maestros, y, cuando llegaba su hermano le ponían en conocimiento de los sucesos del día para que reprendiera a los hijos. La paz no se conseguía ni en sueños ,la sombra de Manasevich , las multiplicaciones y las divisiones se convertían, constantemente , en pesadillas, cuando no, las reprimendas de las tías que querían acertar pero no lo conseguían .En los sueños todo era confusión, no hay una historia lineal sino que todo se altera, distorsiona y los fantasmas toman posesión del mundo ,en duerme-vela, vivimos pesadilla, despiertos la padecemos .No todos los profesores hacían de ogro feroz , algunos de ellos procuraban equilibrar la balanza y muchas veces lo conseguían burlando el orden establecido ,pero no por mucho tiempo, porque siempre se imponía el espíritu de la limitación . Tilo era profesor de historia, pertenecía a esa clase de hombres para los que el mundo era una flor abierta, llena de esperanza. Tilo era un arúspice y no pocas veces daba la impresión de ser un orate. Era magnánimo y razonable y asistir a sus clases toda una diversión, su charla discurría a fogonazos y las palabras se revelaban con un sentido de simplicidad sorprendente que subyugaba al oyente. Para el era necesario el nacimiento de un hombre nuevo, un nuevo Adán, que redimiera a la humanidad y la sacara de su poltronería ancestral, de su nada que hacer cotidiana, de su abulia, para que se desmande la sangre, vuele la mente y la razón solo sea el hilo de Ariadna que nos mantenga sujetos a la tierra .En la lectura, decía, encontrareis la felicidad porque siempre estaréis a punto de ser… El reverso de la moneda de San Pedro, el profesor de religión. ¿Cómo podría un estudiante, con la mente aun no deformada, razonablemente aceptar, esa imagen a medio hilvanar de la historia sagrada, como un mundo real? ¿Cómo equilibrar los conceptos de paz y de igualdad en un mundo donde brillan por su ausencia y donde las necesidades aniquilaban más que las enfermedades? Realmente los conceptos allí expuestos no resistían el análisis, la fe que se predicaba iba enderezada únicamente a la aceptación incondicional de preceptos no demostrados o, en el peor de los casos, el mantenimiento de una casta social poderosa, insensible por lo demás, a los padecimientos ajenos. En la casa los ritos y normas religiosas se cumplían a rajatabla. Las tías todas las tardes, después de la cena, reunían a los chicos en la sala y rezaban unas plegarias antes de irse a dormir. No siempre ese espíritu de recogimiento terminaba bien, las plegarias se recitaban de menoría mientras la mente volaba hacia otras latitudes o se hacía burla del recogimiento de los mayores, las risas a hurtadillas los delataban y la sanción no se hacía esperar. De todos modos los actos religiosos que se celebraban eran las liturgias de adviento las que con mayor fuerza recogían el ánimo y buena voluntad de los chicos, la participación en la preparación de las fiestas no era exigible, estaban dispuestos para colaborar para que el acontecimiento del nacimiento de Jesús consiguiera el boato posible. A partir del 16 de diciembre hasta el 24 se rezaba la novena navideña, se realizaban verbenas, se apostaba a los aguinaldos y se escribían las cartas al niño Jesús pidiendo los regalos y de contera por la salud de todos en el hogar. Las tías se volvían más comunicativas y se esforzaban en la preparación de las viandas navideñas, colaciones, pastelitos, envueltos de mazorca, tamales, embutidos, dulce de leche y la lechona rellena o el pavo que se consumía el día 24 de diciembre después de la misa de gallo. Hay una navidad que los niños no olvidan y recuerdan con nostalgia, se encontraban en la hacienda del abuelo, la abuela Justina y las tías habían preparado el bizcochuelo , los dulces, y el asado para la cena mientras que el abuelo jugaba con sus nietos detrás de la casa a la gallina ciega. El juego era sencillo, de gallina hacia el abuelo que había quedado ciego aclarando la melaza en los fondos en la segunda cochura del zumo de la caña para preparar azúcar, por lo que no había que vendarle los ojos para el juego, sentado en un banco de madera, cogía un zurriago en la mano diestra y lo arrastraba lentamente de derecha a izquierda, en tanto que, los niños lo rodeaban en medio de una gran alharaca para desconcertarlo mientras uno de los chicos se acercaba sigilosamente o se precipitaba vertiginoso y le tocaba la cabeza . Equivocarse significaba recibir en las piernas un zurriagazo, la hilaridad de todos y no pocas veces el llanto del afectado. En esas raras ocasiones el abuelo sacaba un dulce del bolsillo para calmar al nieto. Mientras el juego se desarrollaba se empacaban los regalos y se colocaban rodeando el nacimiento, a cada niño se le ponía un juguete, alguna ropa o zapatos y algún pequeño libro de cuentos, de esa labor se encargaba Abraham, quien, como de costumbre, siempre sorprendía por sus ocurrencias, dichos, dizques y diretes. En una ocasión envolvió en papel de seda blanco una caja vacía la ato con una cinta roja, le hizo un nudo de mariposa y le coloco un clavel blanco y por ultimo en una tarjeta escribió: “para todos los niños” y la coloco al lado de los demás regalos. Poco a poco esa tarde se fue reuniendo toda la familia en un entorno distendido y alegre, el olor del asado invadía el ambiente, se canturreaban villancicos acompañados por la guitarra y las panderetas y se lanzaban a los aires voladores que explotaban en el firmamento en múltiples colores. La fiesta comenzaba, la abuela preparaba la mesa vistiéndola con un mantel blanco estampado con adornos navideños, se colocaban los platos y la cubertería así todas la viandas que habían sido preparadas que habían sido preparadas para la ocasión, teniendo lugar de preferencia el asado, un lechón relleno en cuyas fauces se había colocado una apetitosa manzana roja. Los comensales se distribuyen alrededor de la mesa, los niños se sientan con los adultos y toda la familia disfruta de la opípara cena. Finalizada la comida los abuelos invitan a sus hijos y a sus nietos a pasar a la sala para rezar la novena y dar gracias a Dios por los bienes recibidos. Todos se recogen alrededor del nacimiento elevan sus plegarias y finalizado el rito religioso se disponen a repartir los regalos y a abrirlos en medio del jolgorio general. Abraham hace de maestro de ceremonias y comienza a distribuir los regalos llamando a cada agraciado por su nombre. Los niños reciben su obsequio y al final solo queda una caja grande vestida de blanco. Todos preguntan para quien es, ¡Que se lea la tarjeta! gritan todos. Abraham, la toma ceremoniosamente y lee: “Para todos los niños”. La gritería y la alegría crecen… Abraham les alcanza la caja a los niños y les pide que la abran. Acto seguido, entre los cinco chiquillos, le retiran el papel y la abren… ¡Pero si está vacía¡ Protestan . No. No. Niños, les dice Abraham, esa caja está llena de besos, de caricias y de abrazos que os envía vuestra madre desde el cielo…. Un silencio sepulcral lleno el ambiente las miradas de desconcierto estaban en todas las caras, lo cierto es que los niños recibieron el mensaje y todos a una le enviaron besos a la caja, las caras recuperaron la sonrisa, se distendió el ambiente y la fiesta no ceso hasta la luz de la aurora…

Terminadas las festividades se vuelve a la vida real, cada cual a su destino; los abuelos despedían a sus hijos y a sus nietos que regresaban a la ciudad, les daban la bendición y les recordaban, como siempre lo hacían, no resignarse ante las adversidades sino luchar y superarlas. No olviden, les decían, que el hombre es un desgraciado cuando la adversidad lo olvida; a los nietos, con ocasión de la molienda de la caña de azúcar, les alistaban alfandoques y alfeñiques para que llevaran a la escuela para la hora de la merienda, pero, como les pasaba a los merengues que les preparaba la abuela, no duraban ni un suspiro a pesar de la buena administración que hacían las tía del avituallamiento. Volver a la ciudad era regresar a lo cotidiano. No entender porque no se puede cambiar era lo que les ocurría a las tías. Ellas querían a sus sobrinos, procuraban darles todo lo mejor, orientarlos, darles buenos consejos pero las travesuras, la inquietud de los niños la superaban, no estaban hechas para ser madres o, al menos, la vida no les había dado tiempo para aceptar una maternidad sobrevenida ajena a su propia voluntad. En la medida en que los chicos crecían los desencuentros eran mayores, las diferencias de criterio se acentuaban, y, por alguna extraña razón, no compartían los mismos sentimientos. No era falta de buena voluntad, que les sobraba, era la vida que las había atropellado impidiéndoles buscar nuevas oportunidades. De otra parte, su acendrada religiosidad y estrictas costumbres les llevaban a limitar la visión que los chicos tenían del mundo incidiendo negativamente en su personalidad. La casa, la escuela y el credo se confabulaban para borrar todo vestigio de carácter individual, toda particularidad personal, todo razonamiento, imponiendo la sumisión como actitud personal el acto de fe como principio de verdad y la masificación de criterios como estatus social. Los ¿por qué? No encontraban justificadas respuestas que les permitieran no sentirse injustamente tratados y dieran paso, luego, a la autoconfianza permanente lo que más sentían del regreso a la ciudad eran las noches en que reunidos bajo la higuera del patio, el abuelo y Abraham les contaban cuentos incidentes reales o fantásticos que les quitaban el sueño y les provocaban no pocas pesadillas. Todo el ambiente se impregnaba, gracias a la palabra y a la mímica, en el aire que respiraban, en las voces que oían y en las vidas que vivían vidas ajenas que hacían propias por una horas y que les permitían conocer otros mundo fabulosos aportando un alivio imaginario a las tensiones y opresiones del diario vivir. El abuelo en muchas ocasiones dejaba discurrir su memoria sobre la guerra de los mil días, otra sobre la historia reciente y muy de tarde en tarde sobre cuentos de fantasmas y de terror. El abuelo se empeñaba en hacer de sus narraciones orales modelos de comportamiento que permitieran erradicar actitudes reprobables y que sirvieran además para transmitir enseñanzas positivas. De él y de Abraham escucharon los primeros mitos, leyendas y epopeyas, y, también, el espíritu de responsabilidad y libertad. Vivian entre la contradicción permanente que les ofrecía la comparación del mundo quimérico del abuelo y Abraham con el de las tías Rosa y Chinca real, frio y estricto.

Regresar a la escuela era una liberación y una pesadilla, una liberación porque se alejaban de la opresión y rigidez del hogar y una pesadilla porque no siempre los maestros estaban dispuestos a soportar la diaria algarabía de la chiquillería. Al principio los enviaban a la escuela con Diva una chica que colaboraba en la casa en las labores del hogar. Ella se ocupaba de que nos les faltara nada dentro del maletín, de salir a tiempo para no llegar tarde a clases y de evitar que por el camino se distrajeran jugando con otros chicos o azuzando a los perros del vecindario. Diva también ponía su granito de arena en la educación de los muchachos, por el camino los reprendía por no apurar el paso o porque se distraían pateando una piedra o una pelota de papel, sino le hacían caso les amenazaba con contárselo a las tías o a los maestros y en especial a Manasevich que la trataba con cierta deferencia y ella a él con descarada coquetería. La verdad nunca lo hizo pero la tenia atemorizada, a pesar de todo, los chicos la hacían pasar malos ratos cuando se acercaban a las riveras del río y saltaban de un lado a otro en las estrechas gargantas. Para la celebración de la semana mayor semana santa, se organizaban en la escuela, con el apoyo del cura de la parroquia, los retiros espirituales en los que la oración y el arrepentimiento eran los protagonistas y el diablo y el pecado los legítimos contradictores. El cura se empeñaba en enseñarles a los chicos la diferencia entre el bien y el mal se extendía explicando el evangelio y poniendo ejemplos para que fuera lo más comprensible. No siempre sus ejemplos daban en la diana y hacia más nebulosa la comprensión de las historias. En alguna ocasión hablando del bien y el mal contó que la compañía de Jesús envió un misionero al Congo, por aquella época, según dijo, era una colonia recién descubierta por los belgas y que sus habitantes eran paganos por lo que la misión del sacerdote era cristianizar a los indígenas de aquel país. Según afirmo, el misionero reunía todas las tardes a los negritos para explicarles el evangelio y hacerles ver la importancia de obrar bien. Sus esfuerzos para hacerles comprender los conceptos de bueno y malo se estrellaban contra el muro de la incomprensión pero el resignadamente insistía y les daba ejemplos que les permitiera comprender lo que quería trasmitirles. Pasaron los meses, les enseño a persignarse, el Padre Nuestro, el Ave María y otras oraciones que repetían como loros sin llegar a comprender su significado. Una tarde reunió a sus alumnos en pequeña asamblea para examinarlos y le pregunto al joven Ombure que era una obra buena y que una obra mala, a lo que respondió el aludido: “Una obra mala es que otro robe el ganado de mi señor y una obra buena que mi señor robe el ganado de otro”. Con lo que el aprendizaje había sido en vano y los ejemplos poco claros.

El cura era un hombre de unos cuarenta años, vestía pulcramente, sus modales eran exquisitos y algo amanerados, sus ojos azules e inquietos lo escrutaban todo, no perdía ningún movimiento como si interiormente tuviera miedo de verse sorprendido en alguna fechoría, o, como si temiera ser atado por alguien se encontraba siempre a la defensiva. Provenía, según decían, de una familia de rancio abolengo de la provincia de Sonsón y él lo reafirmaba con su porte elegante, el cuerpo bien erguido y la cara levantada; miraba a la gente de frente aunque siempre se tenía la impresión de no ser vistos. Saludaba, si, con un leve movimiento de cabeza y solo se detenía si el parroquiano le hacia alguna pregunta. En la parroquia se le tenía por un hombre bueno.

La casa parroquial y la iglesia siempre estaban abiertas al público. Recibía a los fieles en la sacristía, un pequeño recinto poco iluminado en el que se encontraba un amplio armario donde guardaba las casullas y demás vestiduras y ornamentos propios del servicio o, en el salón de su casa donde sobre tupida alfombra estaban colocados dos grandes sofás, una mesa larga en la mitad con un mantel blanco de lino sobre el que descansaba un misal, la biblia y un crucifijo de mármol blanco, las paredes blancas de la estancia carecían de adornos por lo que la luz que entraba por la pequeña ventana la hacía ver más clara y límpida . Lo asistía un acólito, un chico de quince años que en las misas vestía una cota blanca de algodón sobre una túnica roja; se encargaba también del campanario y de tocar las campanas para llamar a misa. La torre del campanario era alta de unas seis alturas divididas por pequeños descansillos, en lo alto, bajo un grueso travesaño de madera, cuelgan las campanas a la luz de los arcos. Más abajo el mecanismo del reloj funciona rítmicamente. En lo alto de la torre no se podía estar cuando los badajos golpeaban las campanas, el ruido que producían era ensordecedor. Desde los arcos se divisaba la ciudad el parque y la escuela. La puerta de la torre permanecía cerrada para evitar que los niños subieran al campanario y se produjera una tragedia.

Todos los viernes en las horas de la tarde, llevaban a los jóvenes, en perfecta formación, a la iglesia para la confesión. Salían de la escuela por una calle lateral, empinada, bordeada por los frondosos sauces , que desembocaba en el amplio parque adornado con parterres cubiertos de margaritas y magnolias que daban acceso a las escalinatas de la iglesia. Los alumnos recorrían la distancia en absoluto silencio en fila india, dando signos de recogimiento: No miraban hacia los lados, la cabeza agachada y los ojos mirando al cielo. Caminaban bajo la severa mirada de sus maestros y en el entendimiento de que la contrición los redimiría de los pecados cometidos en la escuela, los jóvenes están siempre ocupados y en sus ratos de solaz y de descanso, les está prohibido toda clase de juegos y distracciones fuera de la vista de los maestros para evitar que las locuras propias de la juventud y el vicio, que siempre acecha, perviertan su inocencia. El sacerdote les esperaba en el portón de la iglesia, los hacia pasar dentro y los distribuía en las bancas laterales al confesionario. Se dirigía a la sacristía, vestida la casulla, tomaba el misal, ingresaba en el confesionario y se disponía a escuchar las tímidas confesiones de los alumnos. A las niñas las escuchaba por las ventanillas laterales y a los muchachos por la entrada central la cual siempre estaba cubierta por una larga cortina de color violeta; con las chicas era seco y distante, con los chicos meloso y cariñoso. Cuando entraba en el confesionario el sacerdote olvidaba las proporciones, las medidas, el ritmo del mundo ordinario y se dejaba llevar por el enloquecido ritmo del éxtasis. Su cuerpo era un diapasón por el que se desbordaban todas las pasiones, era un hombre lleno de conflictos y emociones en constante lucha con lo que representaba la mayoría de los jóvenes iban a disgusto a cumplir con el sacramento de la confesión entendían que sus caricias y meloserias iban más allá de lo permitido. Cuando los jóvenes lo rechazaban saltaba como un neurótico haciendo valer su preeminencia y su supuesta autoridad, entonces, lo dejan hacer, sin protestar, hasta que les imponía la penitencia reconviniéndolos para que fueran buenos, sumisos y excelentes hijos de Dios. Nunca comprendió que la mayor penitencia era confesarse con él , responder a sus preguntas sin participar de su locura, entrar en su macabro juego sin participar en el, pero la mayor decepción se encaraba cuando sintiéndose ofendidos y mancillados se producían las quejas, entonces, nadie escuchaba, eran malas apreciaciones sobre las buenas y sanas intenciones del prelado, un bulo inventado por los chicos para evitar la confesión las tías y las madres en particular no permitían que se hablara del párroco, para ellas y para el resto de los feligreses era un hombre santo, sensato, comprensivo y cariñoso. El oprobio estaba santificado había que cargar con el porqué no era siquiera objeto de redención. Dicen que la etapa de la vida que mas marca al hombre es la de la infancia, y hay otra que se deslizan sin dejar huellas sensibles, pero aquellas que nos marcan, dejan una profunda huella como si el fuego del hierro del herrero hubiera dejado en ellas su impronta.

Recordar los días de la infancia es acumular en breves momentos una inmensa carga de historias casi imposible de haber sido vividas en tan corto periodo de tiempo. Es vivenciar situaciones alegres unas veces, trágicas y grotescas otras vividas a menudo con desasosiego, como un mal sueño. Hoy aun recuerdo los luctuosos momentos de la trágica muerte de mi madre y el endiablado remolino de acontecimientos que produjo su temprana desaparición; la pesadilla duro mucho tiempo amparada por los juegos de mi amiga fantasma jugaba y departía con ella por todos los rincones de la casa, solazándome con su presencia presentida y provocando en los adultos de la casa una amarga zozobra. Recuerdo también el asesinato del negro Gaitán , el incendio general, la vocinglería, el olor a quemado, los muertos, los heridos, la policía tomando partido por unos o por otros, el ejercito sin orden ni concierto y los francotiradores apostados por todas las esquinas y en los edificios más altos disparando a todo lo que se movía, la preocupación en la cara de los mayores, la radio incendiando las conciencias y desde el gobierno, atizando los rescoldos para no perder el control de los acontecimientos con tanto esmero preparados.

Volver a la realidad de esos días, con la perspectiva de los años, la distancia y los anales de la historia ya fijados es no pocas veces un acto de fe, o en el peor de los escenarios, de desorientación total porque nuestros recuerdos difieren radicalmente de lo que nos cuentan o lo nos cuentan no encuentra un lugar donde acomodarse dentro de nuestras propias vivencias. Planteándonos con frecuencia una disyuntiva sin respuesta: Si lo que nos cuentan es verdad o si lo que contamos pertenece a la ficción. La vida así se disocia el pasado es un borrón el presente se vive a saltos y el futuro nace sin esperanzas. Con esta urdimbre el hombre avanza por un camino de abrojos con el culo al aire lo único que puede salvarlo, sacarlo de la sima donde se encuentre es la armonía mental y su propia entereza de carácter.

En medio del huracán aprendí pronto a tener la boca cerrada a escuchar más que hablar, a observar más que a mirar y a actuar con la velocidad del relámpago sin dar tiempo al legitimo contradictor a reflexiona. Hay cosas y hechos que son inolvidables con ellos y ellas hay que llenar el alma rebozar los sentimientos y atemperar los recuerdos las otras las desagradables en lo posible hay que apartarlas dejarlas a un lado procurando olvidarlas. Si, ya sé que no es posible, que siempre esta4ran ahí, molestando, pero vale la pena intentarlo para seguir adelante sin el pesado fardo de su sombra.

Las tías nacidas en un siglo en el que el mérito se lo lleva el más fuerte, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, las tías eran coquetas; maquillaban su cara, se pintaban los labios, se arreglaban las uñas, se las pintaban de un rojo pálido, un color rosa intenso seria mas cercano, se colgaban un pañuelo, vaporoso, de atractivos colores en la garganta, anillos en los dedos y pulsera en la muñeca, corpiño de encajes, blusas de seda y faldas que resaltaran su talle, cuando no, en ocasiones especiales, trajes sastres de paños ingleses, zapatos de tacón alto y suaves aromas. Con esos mimbres las tías tuvieron muchos pretendientes pero unos por una razón y otros por otras nunca llenaban sus aspiraciones del hombre ideal que recrearon con sus lecturas, ninguno les llegaba a la suela de los zapatos. La tía Rosa tuvo un pretendiente que podía llenar las expectativas propuestas: Buen mozo, emprendedor, mayorista de telas, tejidos, confecciones y creyente confeso y practicante, de buena familia y no muy lejano a su mismo linaje. Pero la Tía Rosa, veía mas allá que los demás, tenía ese sexto sentido que tienen muchas mujeres para escrutar las almas de su entorno y no pocas veces el futuro: El pretendiente era sobre modo tacaño, ambicioso sin medida y egoísta, de él se decía a soto voz, que dormían en estancias separadas, para economizar esfuerzos, con quien fue su mujer y que cuando el uno necesitaba del otro se desplazaba hasta la habitación vecina, daba tres golpes suaves en la puerta, para no despertar a los hijos, y entraba. En las ocasiones en que lo hacia ella recurrentemente le contestaban del otro lado: “Deja para mañana María”. Su hermano le acuño un aforismo que le venía como anillo al dedo: A mi hermano mama le dejo lo que tenia, que era mucho, y a mí lo que sabía, que era poco, Dios la tenga en su seno”.

La tía Chinca no se quedaba atrás, no podía ser de otra manera, su alegre espíritu, su gayo decir y su fuerza interior eran suficientes avales para atraer pretendientes que inveteradamente se estrellaban contra el muro de su escrupulosa selección. No ocurrió así con Hipe, odontólogo de profesión que deshizo el hechizo con sus buenas maneras: conquisto el corazón de la tía y durante muchos años atravesó, con ella, virgen su noviazgo. Algún día decidieron casarse y pusieron una fecha que tenía como limite una intervención quirúrgica, de una ulcera estomacal, que padecía el odontólogo. Cuando la tía conoció a Hipe pudo descifrar muchas cosas de la vida, actuales y futuras.: Adivino su soledad, también su ternura, esa mezcla de pasión y humanidad que nos hace más próximos. Sus paseos los domingos por la plaza, antes de la misa, la hacían reflexionar en el futuro, pensaba en el amor cuando estuvieran solos, en el deseo de acariciarse mutuamente. También pensaba en abandonar el pueblo e ir a la ciudad en el convencimiento de que la única decisión sería era la de resignarse a la vida que le ofrecían. Creía en Hipe y descubrió gracias a su sentido innato de la vida que solo se vive de verdad cuando cada día nos rinde una sorpresa. Hipe en esas ocasiones le repetía hasta el delirio que, “todo, absolutamente todo nos puede suceder, quiéralo Dios o querámoslo nosotros, pero siempre será queriéndonos y contentos el uno del otro inventemos lo que inventemos”. La frase no expresaba una opinión ni un juicio, ni expresaba un deseo, era una comprobación, una vieja verdad. Nada de lo que ellos hicieran podría debilitar su amor, esa locura sin salida ni alteraciones. La vida sin embargo nos juega malas pasadas, no el destino, porque si así fuera, seriamos galeotes, esclavos de un mal creador. El tiempo paso y llego el día de encontrarse con la sala de operaciones; la intervención quirúrgica se realizo y nada salio bien: Hipe fallecía días después y la tía Chinca quedaba en medio de su dolor, por caprichos de la vida, no para vestir santos sino para vestir sobrinos.

Tengo que confesar que en medio de mis travesuras y las de mis hermanos, una tarde, buscando entre los papeles de las tías, lo que no se nos había perdido, encontré, entre las tapas de un pequeño libro, no sé si era un misal o una novela o un cuaderno de apuntes, un papel bien doblado, con unos pétalos de rosa en su interior, con un pequeño poema de WILLIAM Blake (1757- 1827), fácil de memorizar, que dice así:

“¡Rosa estas enferma!
El gusano oscuro
Que vuela en la noche,
En el ronco trueno,
Descubrió tu lecho
De ruboroso gozo,
Y su negro amor secreto
Te destruye la vida.”

Entonces no comprendía nada de lo que allí se decía, ni era capaz de interpretarlo. Si sabía que algo escondía, que reflejaba una realidad que me era ajena, pero que estaba ahí para ser desentrañada. Lo cierto, la única verdad es que su existencia denota todo lo que Hipe sentía por la tía y lo que ella, a su vez, sentía por él al guardarlo con tanto mimo. Hoy, a mis sesenta y siete años aun me acuerdo de ese trozo de papel y de los versos en él escritos de puño y letra del enamorado de mi tía.

Las tías se dedicaron a cuidar de sus sobrinos, quizás apartadas de lo que ellas querían hacer y que de alguna manera la vida les negaba. Lo hicieron de la mejor buena fe, seguramente en algunas ocasiones se excedieron por el celo puesto en su función, pero aceptaron con humildad los altos y bajos de la convivencia familiar. La tarea no debió ser fácil, no se lo pusimos fácil y menos aun cuando lo que esperaban de la vida era otra cosa. La vida quiso que con los años la tía Chinca se realizara plenamente como madre: Su hermana Ligia tuvo una niña, Adriana, a la que ayudo a criar, desarrollando en ella todo el instinto maternal de que fue capaz, y luego, tuvo la satisfacción de ser abuela de tres niñas que hoy lloraran su pérdida con amargura. La única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las vivencias compartidas, cada uno con motivos diferentes, como debe ser, y con un dolor o una alegría distintos como siempre ocurre. Siempre pensamos que estamos muy lejos de ser felices, hoy pensamos lo contrario, fuimos felices, y esa felicidad, lo que hoy somos, se lo debemos en gran parte a las tías Rosa y Chinca.

La última vez que vi a la tía Chinca fue en el lar de ancianos, estaba allí, en un rincón de la casa, sola, como si estuviera abandonada, con la vista perdida en el infinito. La enfermera de turno nos manifestó que, “a pesar del tiempo no se acostumbraba…”. No era para menos, no podía ser de otra manera, ella que siempre había sido tan activa no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, chata y sin perspectivas, entre cuatro paredes frías, no era que la casa no estuviera bien habilitada para prestar el servicio, sino que era una casa ajena, sin el calor humano que ella demandaba. Nos vio, nos miro asombrada, en silencio, con reproche. Nos reconoció a pesar del avance del alzhaimer. Nos abrazo demostrando una vez más su tacto sensible, su capacidad de anticiparse a los acontecimientos como quien quiere exorcizar su destino. No olvidaba nuestros nombres, sabía quiénes éramos. Mijo, me dijo, -lléveme a la finca, mire, los animales y la niña están solos… y no me gusta… Hay mucha gente mala. Chelita, dirigiéndose a mi esposa, -¿cómo están las niñas?, a usted la veo más gordita, mucho mejor que la última vez. Chelita, porque no se queda aquí y me acompaña, tengo una cama grande ahí podemos dormir juntas y hablar de la familia. Chelita, mire, en la cama hay una sola almohada, pero no se preocupe, en ella las dos podemos poner la cabeza. Su manera de hablar fue para mí toda una revelación, demostraba su entereza de carácter. En un momento dado se inclino hacia adelante, se paso la mano por la cara, puso su dedo índice sobre los labios, nos miro de frente y nos dijo: “Si sigo aquí no volveré a reír”. Quizás sea este el más duro reproche que escuchara de sus labios, e intuí que estaba diciendo de verdad lo que sentía. En la sala estaba ella, Inés, Chela y yo, los cuatro, fundidos en la atemporalidad de sus palabras. En la medida en que se expresaba la imaginábamos fuera de nuestro propio tiempo, ni el tic tac del reloj colgado en la pared, nos sacaba del hechizo, entendíamos que se acercaba a su final y que su reclusión en aquel lugar la estaba convirtiendo en polvo…

Tia Chinca y tia Rosa, si cometimos un error, solo podemos pedir vuestra benevolencia y teneros por siempre en nuestro recuerdo. Q.E. P D.

Carlos Herrera Rozo

miércoles, 8 de septiembre de 2010

LA CONDICIÓN HUMANA

LA CONDICION HUMANA.

Cien Libros y Una Frase

Querido lector, hace días… ¡Que digo! ¡Meses! Unos por vacaciones y otros por infaustos sucesos que no viene a cuento dilucidar aquí y no pocos por la superchería de las nuevas tecnologías, suspendí la publicación de Cien Libros y Una Frase. Superados los contratiempos vuelvo a emprender la misión con el ánimo dispuesto. Pido en consecuencia excusas por mi falta de entusiasmo y quizás por mi poco respeto con la labor que me prometí. Hoy al reiniciar estas sucintas críticas literarias debo recordar al amable lector y, a mí mismo, los versos de Emily Dickinson:

Anduve de tabla en tabla
Con paso lento y prudente.
Sentía en derredor las estrellas,
En torno a mis pies el mar.
Sabía que quizás la siguiente
Fuera la pisada final.
Y anduve con ese precario paso
Que algunos llaman experiencia.

Todos, hombres y mujeres, caminamos por senderos diferentes y, a pesar de la disciplina que se nos aplique, siempre nuestro sendero será individual, es lo irónico de la vida, es la diferencia la que nos iguala y la que hace posible lo sublime. Cuando comenzamos a rondar la setentena nos apetece poco mentir, leer mal o vivir mal así como escribir mal aunque pocas veces conseguimos escribir bien. En fin, permítaseme esta disculpa a modo de sucinto prolegómeno al reinicio de la labor que deje desangelada.


La Frase


“Todos sufren- pensó- , y cada uno sufre porque piensa. En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia”.

“Se necesitan nueve meses para hacer un hombre, y un solo día para matarlo”.

“Abandono y silencio. Cargadas con todos los ruidos de la mayor ciudad de China, las ondas zumbadoras se perdían allí, como en el fondo de un pozo, los sonidos procedentes de las profundidades de la tierra”.

“El mundo es como los caracteres de nuestra escritura. Lo que el signo es a la flor, la flor misma lo es a alguna cosa. Todo es signo. Ir del signo a la cosa significada es profundizar el mundo, es ir hacia Dios”.

“La función de la inteligencia no consiste en prescindir de las cosas. La inteligencia es la posesión de los medios para dominar a las cosas o a los hombres”.

“Soy también ese cuerpo que usted quiera que sea solamente. Su presencia me aproxima a mi cuerpo con disgusto, como la primavera me aproxima a él con júbilo”•

“El maestro dice que si supiera que va a morir, cree que pintaría mejor, pero no de otro modo”.

“Siempre había pensado que es bueno para uno morir de su muerte, de una muerte que se asemeje a su vida. Y que morir es pasividad, pero matarse es acción”

“Avanzaban en silencio entre los muros, que el cielo amarillento y cargado de bruma tornaba pálidos, en una soledad miserable, acribillada de detritus y de hilos telegráficos”.

“La vida futura vibraba tras todo aquel silencio”.

“En el camino de la venganza se encuentra la vida”.

“Aunque haya vivido dos horas como un hombre rico, la riqueza no existe… Entonces la pobreza no existe tampoco. Que es lo esencial. Nada existe: todo es un sueño”

“Cuantos más heridos hay, cuanto más se aproxima la insurrección, más se copula”.

“Su gesto y la expresión violenta de su rostro se compaginaban mal con aquella indiferencia. Ella lo contemplaba, extenuada, con los pómulos acentuados por la luz vertical. También él contemplaba sus ojos sin mirada, sumidos en la sombra, y no decía nada”.

“La tarde de la guerra se perdía en la noche. Al ras del suelo se encendían las luces, y el río invisible llamaba hacia sí como siempre, la poca vida que quedaba en la ciudad”.

“Entregarse, para una mujer, y poseer, para un hombre, son los dos únicos medios de que los seres puedan comprenderlo todo, sea lo que sea”.


La Obra

La Condición Humana

Para defender al hombre hay que maltratar al hombre. Este no es un dilema sino una dura realidad, la democracia no es suficiente defensa a los derechos personalísimos y los totalitarismos se aplican sin reatos de conciencia en conseguir la uniformidad. El ser humano se debate en su propia humanidad: Somos generosos y monstruosos, prepotentes e impotentes, magníficos y ridículos, racionales e irracionales, nos agitamos en vano tratando de darle un sentido a la vida y a la muerte, no solo a la nuestra sino a la de los demás, de forma especial a la de nuestros amigos y camaradas. La Condición Humana es una novela, es más que una novela de aventuras, es una novela comprometida, de denuncia, del idealismo desengañado, es decir, una novela del siglo XX en el que todos los valores se han tambaleado sin encontrar a un sitio ni asidero. Citemos como ejemplo las últimas palabras del final del libro: “Todos sufren –pensó-, y cada uno sufre porque piensa. En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia. No hay que pensar la vida con la imaginación sino con el opio”. André Malraux se implico en la guerra de España y luego en la resistencia Francesa y afirmaba que, “Es el arte el que fija mis citas con la historia…”

Si queremos ironizar un poco, sobre la obra de Malraux, tendríamos que afirmar que por muy trágica que resulte la condición humana jamás será aburrida, siempre veremos la botella medio llena…


El Autor

André Malraux

Entre la realidad y la ficción, aventurero, mitómano, político, ensayista y, ante todo, novelista, André Malraux (1901-1976) supo crearse para sí mismo un personaje digno de sus libros. Malraux creó una perfecta comunión entre el escritor y su obra, comunión que va más allá de las palabras y las convierte únicamente en destellos de una verdad más pura. Este intelectual francés, no se contento con vivir intensamente y con participar en los principales acontecimientos de su tiempo, ni estuvo nunca satisfecho de haber escrito un buen puñado de obras maestras, algunas de las cuales figuran sin lugar a dudas entre las mejores del siglo, se entregó a lo largo de toda su vida a la empresa de alimentar su propia leyenda: construyo un personaje capaz de recoger en sí la convulsión y agitación de toda una época. Ni fue el primero en proponerse tal cometido, ni desde luego fue el último, en pretender introducir la ficción en la realidad y firmar la historia entera con su propio nombre; vanidad o genialidad, lo cierto es que a tal obstinación debemos la existencia de una de las figuras más fascinantes y sugerentes del S.XX.

CARLOS HERRERA ROZO

lunes, 31 de mayo de 2010

EFRAIN PEREZ BALLESTEROS

EFRAIN PEREZ BALLESTEROS
Para casi todos los que nos dedicamos a la escritura, la memoria se convierte en el génesis de la fantasía, en el inicio impredecible de un largo viaje hacia la ficción. La memoria, los recuerdos, el mito, las invenciones, el tiempo y el que hacer diario se mezclan en la literatura de una manera tal que, traspasando el mundo de la realidad, lo recordado se transpone en lo soñado: Al mirar los cuadros de Efraín Pérez nos asalta de pronto la sensación de que nos encontramos ante la narración de un paisaje descrito por Faulkner o por García Márquez. Un ejemplo de lo que afirmamos lo encontramos en el Francés Javier Marimier, quien al describir una tormenta en los Andes escribió:" Hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. Quienes no hayan visto esas tormentas no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden a manera de cascadas de sangre, rápidamente la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña. Pocos de nosotros viven con tanta intensidad como para nunca sentir nostalgia de aquel reino Saturnino al que Virgilio, Shakespeare, Rafael o Claude pueden llevarnos en volandas.

Me he planteado la pregunta obligatoria, al mirar con detenimiento la obra pictórica de de Efraín, de si, ¿pinta un cuadro o nos narra una historia? Y la verdad se disuelve al comprender que él pretende narrar una historia, sujetarla estrictamente a la realidad de lo vivido, pero que, con más frecuencia de lo que él quisiera, naufraga para contento nuestro, en el mundo iridiscente del color, que es en suma un simulacro de lo recordado convertido, gracias al arte, en el espectáculo de la naturaleza eternizada.

Se da la especial circunstancia de que la obra de Efraín Pérez se desarrolla en latitudes diferentes de acuerdo a sus querencias y añoranzas; cuando esta en España, en las Islas Baleares, sus recuerdos y su pincel se inclinan por los paisajes de su infancia en tierras Boyacenses y, cuando viene a Colombia, tras sus ancestros, le persiguen los demonios mallorquines volcando toda la fuerza de su creación en ese otro mundo que le atenaza el corazón donde ha visto crecer a sus hijos y descansa en el regazo de lo que mas ama.

No pretendo hacer de critico de arte, lejos de mi tamaño desliz, solo pretendo glosar de modo sucinto esta exposición, más por la amistad que nos une y por el interés común por las artes y las letras, que por elaborar una apología de su obra. Ella por si sola sabrá hacerse un lugar en la memoria de quien la vea por la inquietud sembrada por la plasticidad de sus imágenes. El arte, como la literatura, nos acercan a una realidad sublime: Al niño que llevamos dentro, que va siempre en busca del amigo invisible, que no es una fantasmagoría malsana sino el glorioso descubrimiento de una mente que aprende a ejercitar todas sus facultades. Seguramente es ése el momento, misterioso y eterno, en que nace un nuevo artista.

Carlos Herrera Rozo.

domingo, 25 de abril de 2010

LA ULTIMA CARTA

La Última Carta.

Queridos Papá y Mamá, Queridos Hermanos, Querida Familia, Queridos Amigos y Amigas:

Veo que me ha sucedido lo mismo que ocurre a los manuscritos pegados en sus rollos tras largo tiempo de olvido: Hay que desenrollar la memoria y de vez en cuando sacudir todo lo que allí se halla almacenado.
SÉNECA.

He salido esta mañana, como siempre, con las prisas, a tomar el bus para ir a la universidad. Como de costumbre eran las cinco de la mañana. Curiosamente he sentido que la luz de la aurora era distinta, mas blanca quizás, más luminosa y me hacía sentir más cómodo, más seguro de mi mismo. Salí al parque y tome el bus, el de siempre, con el conductor de siempre, nos saludamos cordialmente y tome asiento en el mismo lugar que acostumbro, me arrellene y me puse a pensar en las labores del día, en tanto, el bus avanzaba por su ruta con su movimiento lento y rítmico. Me entretenía en mis pensamientos y de pronto observo, sorprendido de mi descuido, que a diferencia de otros días hoy viajo solo, que el bus no se ha detenido a recoger a los pasajeros habituales y que el conductor tampoco se ha sorprendido por este hecho insólito, lo afirmo porque recuerdo haberme levantado de mi asiento y preguntado al conductor: ¿Qué pasa hoy que nadie nos ha hecho la parada? –A lo que respondió- No se preocupe usted a veces ocurre… Pero siéntese, continúe en lo suyo que pronto llegara a su destino. – Gracias, le respondí. Minutos después arribo a la parada y me indico que debía bajarme, cosa que hice con resolución. Me apee del bus en mi parada habitual, frente al vestíbulo de la facultad, el pavimento entre la parada y la puerta estaba húmedo y brillante y la luz en el cenit de un claro azul profundo, adentro, la luz fría de las lámparas iluminaban las estancias. Atravesé el portal, allí estaba el portero que me saludo cordialmente invitándome a pasar, nunca lo hacía, siempre se le veía adusto reafirmando con su gesto el cumplimiento integral de sus deberes, le sonreí y le agradecí su gesto de buena voluntad. Seguí adelante y comprendí, sobresaltado, que aquel lugar que conocía de sobra, porque en él había pasado los mejores años de mi vida, se encontraba sensiblemente cambiado. Lo notaba más amplio, más luminoso, como esos grandes centros comerciales que invaden hoy las principales ciudades del mundo con gente yendo y viniendo. ¡Qué grande! ¡Qué magnificencia! ¡Qué altura de techos! Pensaba mirando sorprendido el vestíbulo. La luz del techo resplandecía, parecía un velo que no dejaba apreciar la bóveda del techo. La luz era deslumbrante pero agradable, tuve la sensación de que me daba la bienvenida. He llegado a pensar que el conductor del bus me ha dejado en otra parte y, que yo al bajarme apresuradamente, tampoco caí en cuenta del error. ¡Qué más da! ¡Tengo tiempo! Además me siento bien. Hacía tiempo que no me sentía tan bien como hoy, libre de peso y de disgustos. Quizás el buen tiempo, el cielo azul profundo, la mañana fresca y esta luz sin igual invitan a pasear. Salgo de nuevo y un suave olor a hierbas invade el ambiente; la arboleda cercana susurra un canto ignoto mecida por el viento; las Tibouchinas lepidoptas, los siete cueros, están florecidos, y sus flores compiten con el azul del cielo y las freijoas, frutecidas, perfuman el ambiente. ¡Qué gran idea plantar estos arbustos! El suelo que piso es una alfombra verde, el césped sembrado de diamantes inunda mis zapatos, siento su humedad en mis pies y me siento más cerca de mi barrio, en el portal de mi casa o en la casa del abuelo compartiendo mi alegría con los míos. Pienso en las películas que he visto, en los libros que he leído, en mi adolescencia deslumbrada al descubrir el amor o, quizás, en el descubrimiento de la carne ardiente, o en la debilidad de una rosa abierta a la furia de la intemperie. ¡Qué suerte he tenido! ¡Qué suerte al equivocarme en la parada! Así me he redescubierto a mí mismo y he encontrado un lugar de solaz que ni siquiera había presentido. Estoy seguro de que volveré a este lugar cada vez que me sienta solo, triste y amargado… Lo que me sorprende de este lar es su luz, adentro no veía el techo; aquí afuera no veo la bóveda celeste, la luminosidad lo cubre todo, como una calima brillante, de un azul profundo cuando llegue, ahora, varían los colores, como un arco iris iridiscente, de colores suaves, pasteles, todo sosiego, me siento sobre el prado y respiro profundamente, me siento como en una nube, ¡Esto es vida! ¡Cuánto me gustaría compartirla con todos!
Mis recuerdos me llevan por otros derroteros, voy al aula de clase y me siento junto a X, esa niña preciosa de cabellos rubios y ensortijados, de mirar profundo y pícaro, esa imagen tan suya, en su pupitre, con una pierna, larga, blanca y bien contorneada estirada, la otra replegada bajo la silla, con sus manos sobre la rodilla esclavizaban la mirada del profesor extraviando su discurso. Los alumnos nos reíamos de aquella situación y no pocas veces hacíamos burla de su tierna mirada. Hoy comprendo a aquel viejo que bebía, sin afán, hasta el último sorbo de la copa de su vida en deliciosa desorientación… ¡La vida! ¡Cuántos mueren sin probarla! ¿Cuánta gente vemos pasar, como sonámbulos, sin comprender que hacer? ¡Cuánto petimetre desocupado!
El mundo sigue rodando, el tío vivo no se para, el paraíso necesita de muchos brazos para que no se detenga su desarrollo. Si miramos hacia atrás, al día de su inauguración, comprenderemos que no es el mismo que conocimos entonces, en consecuencia no será el mismo que veamos mañana.
El tiempo no se detiene. No sé cuánto tiempo llevo aquí. Ahora que trato de mirar el reloj, que llevo generalmente en mi muñeca, descubro que lo he dejado en casa. Inexplicablemente lo he dejado y solo me queda barruntar el tiempo que llevo en este paseo trascendental. Sé que son muchas horas. ¡Cómo pasan las horas! Seguramente van siendo las tres y, a pesar de que he ido de un lugar a otro, no he sentido ninguna necesidad física, ni hambre ni cansancio. La he pasado como un niño con una viva curiosidad creciente y la sensación imborrable de ya haber estado aquí, de conocer, sin lugar a dudas, este lugar. Reflexiono: ¡Imposible! ¡No puede ser! Pero acepto sin rechazo y con gusto todo lo que me está sucediendo. Nunca he rechazado lo extraño, al contrario, me atrae, llena mi curiosidad, no me inquieta. ¿Por qué habría de inquietarme sintiéndome tan seguro, tan bien, tan placido consigo mismo? Es verdad que en estas horas he sido asediado por los recuerdos, unos claros y otros difusos. También he creído -¿lo sé?- que me he inventado algunos recuerdos. No lo sé. Pero si así fuera estaría inventando un nuevo tiempo, la a temporalidad, un tiempo reversible, o al menos, eso es lo que creo que me está sucediendo. Es como el tiempo de las obras de ficción. Allí también se inventa, todos inventamos, a veces creemos que ha sucedido lo que no ha pasado o, al contrario, que no ha ocurrido lo que estamos viviendo. Olvidamos, con frecuencia, lo que debemos tener presente y recordamos sin quererlo lo superfluo. Lo afirmo sin ninguna obsesión. Ahora no sé porque tengo el presentimiento de estar acompañado por el ángel de la guarda que me vio nacer, deslumbrándome, hace veinte cuatro años, la otra, la certeza acuciante de que no comprendo de donde ha salido la primera idea… Me pregunto un poco alucinado ¿Qué quiere recordarme? ¿Me equivoque de bus al venir aquí? ¿Extravió el conductor la ruta? ¿Tenía alguna cita aquí que había olvidado? No lo sé. Hago un esfuerzo por recordar sin conseguirlo, pero la incertidumbre no me altera, mi bienestar cada vez es mayor, la atemporalidad se instala en mí. Siento una paz infinita; los ruidos, de afuera, no me agitan, me siento cómodo en el aire que me envuelve. Percibo que todo ha cambiado. El sol no salió por la mañana y la comba astral se extiende al infinito. Esto me resulta curioso, inexplicable, pero no dudo. No perturba mi ánimo este flotar sobre lo desconocido no pocas veces intuido. Es como recorrer los pasillos en la universidad o, los lugares que nos han impresionado, en tardes de añoranza. Siempre tenemos la tentación de creer que ya hemos visto a alguien, de que su cara no nos es desconocida o, de que hemos estado antes en un lugar como en una vivencia anterior.
Dirijo nuevamente mis pasos hacia el restaurante de la universidad, quiero un poco de agua aun que no tengo sensación de sed. ¡Sera por eso mismo! Entro y pido un botellín de agua. La dependienta me observa y me alcanza la botella. Que vale le pregunto.
No vale nada. –Contesta-
¿Por qué? -inquiero-
¡Aquí nada se cobra! –responde-
No comprendo nada. –le digo-
No se preocupe, suele ocurrir, siempre hay alguien que piensa en nosotros, nuestros padres, algún familiar, un amigo y no pocas veces el ángel de la guarda…
La voz de la dependienta es cordial, melosa pero rotunda. Le doy las gracias y me retiro reflexionando en mis recuerdos, en esos lugares comunes donde todos hemos estado y donde nos encontramos con frecuencia. Salimos, nos topamos con alguien que hace algún tiempo no vemos y nos sorprendemos al reconocernos:
-¡Hola, que es de tu vida!
-Bien, ¿Tú eres Paola, no es verdad?
-Sí, claro y tú, ¿Pablo?
-Sí, sí, el mismo
-Que joven estas…
-Tú también, ¿de qué te sorprendes? Las personas en la memoria no envejecen. Sigues igual, como en los bancos del colegio, con la maleta al lado, los libros y el lápiz sobre el escritorio.
-Me recuerda Usted bien, pero… ¿Qué hace en este lugar?
-¿No lo sabes? ¿No lo recuerdas? Soy yo quien debiera preguntarte ¿Cuándo has venido?
-No sé, el tiempo aquí es muy extraño. Creo que vine esta mañana en el bus que me traía a la universidad pero por alguna razón que desconozco el conductor me dijo que me quedara aquí y así lo hice…
Ah, eso lo explica todo, a veces ocurre Pablo, ¿Te sorprende?
-No, no estoy sorprendido, es más, me encuentro muy bien, lo que no recuerdo es a que he venido, quizás más tarde me acuerde, este lugar es tan acogedor que dan ganas de quedarse en él y olvidar todo lo demás… Paola, no sé qué otra cosa decir, este lugar embriaga…
-A lo mejor a eso has venido Pablo, a vivir mejor, a gusto, sin estar pendiente de las pequeñas y grandes cosas que antes nos agobiaban… Ahora tendremos tiempo para hablar de muchas cosas o leer en el árbol de la vida. Aquí se encuentra uno con mucha gente que hace mucho tiempo no ve y a la que nunca ha olvidado y cuando quieres saber algo basta con pensarlo para que todas las preguntas se diluyan en respuestas incontestables. Ya te acostumbraras poco a poco a todo esto que es nuevo para ti.
-Ya veremos, creo que aquí tiene uno que acostumbrarse a lo raro, Paola.
-Lo conseguirás Pablo, todos lo conseguimos. Ahora te dejo y nos vemos luego, tengo que realizar algunos deberes, ya sabes, aun que no es lo mismo es parecido…
-Bueno, bueno, Paola, ya me contaras…
Me quedo solo meditando en lo que me ha dicho Paola. Voy a la Biblioteca y ojeo algunos libros, revistas y periódicos. La situación del país sigue siendo caótica, voy a mirar el reloj para saber la hora y recuerdo que lo he dejado en casa. El Tiempo pasa, o eso creo, me recrimino porque no he hecho nada desde que llegue aquí y tengo que admitir, en contra de mis principios o a pesar de ellos, que me siento bien como nunca antes me había sentido.
Queridos Papá y Mamá, queridos hermanos, querida familia, queridos amigos y amigas, estas letras que acabáis de leer solo se proponen hacerles saber que estoy muy bien y que aquí, en este lugar, de donde nunca más se vuelve, algún día nos encontraremos y entonces estrecharemos nuestros lazos familiares y de amistad mucho más si cabe. Recordad que, como dijo Antoine De Sait- Exupéry, “No somos sino peregrinos que, yendo por caminos distintos, trabajosamente se dirigen al encuentro de los unos con los otros”

Un beso y un abrazo para todos. Pablo.

Carlos Herrera Rozo.

-

miércoles, 24 de junio de 2009

UNA MALETA AGRADABLE


Palma de Mallorca a 23 de junio de 2009
Una maleta Agradable.

Los años no pasan en balde. No lo digo porque la cabeza pinte canas, ni porque los años nos avasallen, que es lo natural, sino porque los sentimientos salen a flote en la medida en que vamos perdiendo facultades. Parece que se reblandece el espíritu y con él el carácter. Hace 25 0 30 años que no visito mi lugar de nacimiento, mi patria chica, pero, a pesar de ello, guardo en la memoria mi pequeño pueblo y los lugares de ensueño donde pase parte de mi infancia y adolescencia. No fue mucho tiempo, es cierto, pero allí “viví” los mejores días de mi vida, quizás, también, los más trágicos, pero está es otra historia. A mi pueblo iba y volvía con frecuencia en aquella época pero siempre tuve presente en mi corazón, en cada partida, que pronto regresaría.
En mi pueblo y de mis mayores aprendí lo que es la vida, sus grandezas, sus sinsabores y pronto me amoldaba a su cotidianidad, a la rutina de sus gentes amables, cariñosas y en modo superlativo generosas. Allí aprendí a amar a la naturaleza en sentido amplio y a ser dialogante con el hombre gracias a las enseñanzas del abuelo Crisóstomo y de algunos personajes que de alguna manera impresionaron mi espíritu. También conocí los primeros amores y, quizás, el dolor de no ser correspondido, o la felicidad de un encuentro no previsto, o el encuentro, a hurtadillas, que aceleraba el corazón y ponía todos los sentidos a prueba en el silencio cómplice de los cafetales.
Nunca imagine que llegaría el momento en que me alejara del pueblo y transcurrieran 25 0 30 años sin volver a él. Cuando se ha vivido en una ciudad o en un pueblo con intensidad y a edad temprana, cuando todo resulta ser crucial porque sus vivencias se hacen indelebles, marcando para siempre el espíritu y el carácter, se puede afirmar que, el tiempo y la distancia, por largos que sean, no son capaces de borrar de la memoria y del corazón su grata presencia. Yo llevo a Chaguaní incorporado a mi ser, y a veces tengo la grata sensación de salir de una de sus calles o de una de sus casas, me invaden a veces sus aromas: el olor penetrante del guarapo de caña hirviendo en los calderos; el agridulce olor de la cereza del café, o de una fruta madura que exalta los sentidos, bien decía el bardo que, /hay días en que somos tan lúbricos , tan lúbricos/ que nos depara en vano su carne la mujer/ tras de ceñir un talle o acariciar un seno/ la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer... Parece increíble que hayan pasado 25 o 30 años desde mi última estancia en él. Es curioso, aquí, en Mallorca, en ésta isla mágica, estoy instalado en otra realidad, diversa a aquella del pasado, con otras emociones y otras responsabilidades, y, sin embargo, no pierdo ni por un instante la momentánea visitación de lo remoto. ¿Qué es lo que hace posible esta atemporalidad de la percepción de sentimientos, objetos y lugares? El tiempo y el espacio se comprimen y dan lugar a un espacio nuevo donde se depositan los recuerdos. Por ello, en esos momentos de abstracción y efluvio da igual estar en Mallorca, en Bogotá, en Atenas o en Chaguaní. Lo digo, sin arrogancia, porque cualquiera que sea el lugar de residencia o de visita ocasional de un país o de una ciudad podemos evocar nuestros lugares de ensueño y sentir su grata presencia. Vamos por un camino cualquiera y de pronto, sin ningún pretexto, una fragancia, un árbol o una flor nos traen a la memoria lo que presumíamos olvidado. Sentado en el balcón de mí casa, mirando el Mar Mediterráneo, dejo correr la imaginación, me aventuro por lugares conocidos y me pregunto si seguirán siendo iguales o si, por el contrario, han cambiado al ritmo de los nuevos tiempos o de mezquinas necesidades. El mar, frente a mi ventana, los bañistas del verano y el calor que todo lo invade y lo posee me llevan con frecuencia a los remansos de las Sardinas, la Vieja o la Guacimalera, a esas tardes de solaz en los playones de un rio.
Pienso que cuando regrese encontrare el pueblo con su ritmo habitual: ahí seguirán en la plaza, debajo de la centenaria ceiba, los tenderetes domingueros y sus gentes bullangueras; los puestos llenos de fruta y pan coger y el titiritero para regocijo de los menores; los vendedores de paraísos y nirvanas para escarnio de ingenuos e incautos; el culebrero vendedor de ungüentos, desfacedor de entuertos y reconstructor de virgos; la gitana que echa las cartas y lee el futuro en las líneas de la mano; los compradores de café y panela pagando a precios de subasta el esfuerzo de los productores; los reducidores y expoliadores; los saltimbanquis mendigando una moneda para mitigar el hambre; los usureros en busca de los necesitados para terminar de exprimirlos; los quincalleros ofreciendo baratijas; el político de turno vendiendo expectativas incumplibles; los niños, con sus juegos inocentes, recreando la vida; el alcalde y el cura manteniendo el orden establecido y la “moral” cristiana y las campanas de la iglesia del Señor de la Salud llamando a misa.
Que grato y agradable es comprobar que hay personas y lugares que siempre están presentes aunque se encuentren lejos o que creíamos olvidadas o extraviadas en no sé qué recovecos de la memoria. La verdad es que solamente olvidamos aquello que no nos seduce, o lo que rechazamos por ingrato o perverso, todo lo que no queremos llevar en nuestra maleta, en nuestras pobres odres. En ella solo llevamos lo que consideramos agradable, todo aquello que hemos incorporado a nuestra propia vida, todo lo que de tarde en tarde, apesadumbrados, alegres o nostálgicos, nos contamos así mismos.

Carlos A. Herrera Rozo.