jueves, 8 de febrero de 2007

ABIGEOS




Jueves 8 de febrero de 2007
ABIGEOS

El cielo estaba oscuro, nublado, amenazaba tormenta, también la tierra estaba cubierta por una neblina gris que se movía lentamente ocultando todo el horizonte, y, el agua del lago, normalmente azul aparecía negra e inquieta. Un grupo de hombres se movía por la parte alta de la montaña, sigilosamente, a salto de mata, ocultándose detrás de los árboles o del ramaje espeso en completo silencio, al compás de una mano misteriosa que les iba indicando las posiciones que debían ocupar.

La banda se agrupo de dos en dos, abandonaron el sendero, rodeando poco a poco la casa y el barracón y doblaron por un camino lateral, camino de herradura, en dirección a los corrales y de ahí a los potreros donde pacía el ganado. Caradura, el jefe de la banda, era un hombre de mirada indiferente, esquiva, a quien nada le rozaba, ni la sociedad, ni la justicia, ni las autoridades, salvo su profunda vocación religiosa por la Virgen de los Desamparados a quien siempre se encomendaba antes de dar un golpe, era un perfecto anti social, pero no un inconformista, en él no coexiste la rebeldía, nada que lo indujera a desafiar el orden establecido, obraba con naturalidad despojado de cualquier sentimiento: Ordeno santiguarse, elevar una oración e iniciar el trasiego de recogida de los animales que se iban a robar. Reunieron el hato y pusieron rumbo a los desfiladeros del río viejo donde sacrificaban el ganado, lo desollaban y sacaban la carne que era trasportada en lanchas para ser vendida en los mercados de los pueblos ribereños.

Las gentes de Chaguaní y de los alrededores, así como las autoridades civiles, perseguían sin cuartel a los abigeos pero era una lucha desigual, nunca podía preverse donde iban a golpear ni cuándo y cuidar todos los hatos de la región no era posible, se necesitaría un ejército de hombres difícil de pagar era profesor de la escuela de enseñanza primaria y en sus ratos libres y fines de semana se dedicaba a la compra y venta de ganado vacuno, recorría toda la región y los pueblos vecinos , las ferias y los mercados para ejercer su comercio. Era bien conocido por todos los ganaderos y muy apreciado por su don de gentes e innata simpatía. No escatimaba esfuerzos colaborando en la persecución de los maleantes, en la recuperación del ganado extraviado y en la búsqueda de soluciones en lo referente a todo aquello que afectara al mundo de los ganaderos incluyendo, desde luego, las ferias y fiestas donde la exposición y venta de animales centraba todos los eventos.

X no tenía más de treinta años, cristiano convencido, alegre y parrandero, buen trovador, bebedor de aguardiente y excelente guitarrista. De aspecto sereno y bien dispuesto, pelo rizado, nariz recta, ojos grandes, expresivos y escrutadores y una amplia sonrisa que no desaparecía ni en los momentos más difíciles, su aspecto atractivo, de una juventud arrogante, le facilitaba el trato con las jóvenes. Tuvo muchas amantes solteras y casadas. No pocas veces fue reconvenido por el confesor, por cometer adulterio y por desear la mujer de su prójimo. X, para evitar las reprimendas, disfrutaba contándole al confesor vaguedades, tendiendo un manto gris sobre sus apetitos sexuales y la negra impronta, que según el presbítero, dejaba sobre su alma el pecado.

Adelaida era una mujer joven que había llegado al pueblo una tarde de verano, por el mes de agosto, para las fiestas religiosas del Señor de la Salud: Lo cierto es que Adelaida rebosaba de salud. Su cuerpo grácil y ágil llevaba un vestido vaporoso de gasa floreada en tonos malvas, dentro de él se adivinaba todo su cuerpo, era más lo que enseñaba que lo que ocultaba y lo que enseñaba no dejaba indiferente ninguna mirada. Era realmente bella, elástica, con unos ojos verdes grandes, el cabello liso, negro y largo que le cubría la espalda, cintura menuda, amplias caderas y piernas largas y bien contorneadas, la boca pequeña y la nariz fina y recta. Todo en ella parecía perfecto y no fueron pocos los que sucumbieron a sus encantos: Adelaida alquilaba su cuerpo.

X la conoció por aquellos días de agosto, en los corrales de la feria ganadera, en la competición de ganado de ordeño en la que participaba con una vaca Pardo Suiza, llamada elefante, por sus desmedidas proporciones y alta producción lechera. X se encontraba entretenido lavando las ubres y preparando los utensilios del ordeño cuando apareció Adelaida. Venia cubierta por un parasol que hacia girar sobre su eje, su mano diestra de cuando en cuando hacia un giro y el parasol bailaba compasadamente con el va y ven de sus caderas. Su cuerpo despedía un suave perfume que invadía con impertinencia todos los lugares. Se detenía coqueta a observar los animales conscientes de que todos los hombres la miraban y todas las mujeres la envidiaban. X no se sorprendió al verla pero un frió cosquilleo recorrió todo su cuerpo cuando escucho su voz en un lento susurro

-Hola, hola...
-Hola, ¿como estas?
-Bien, ¿es tuya la vaca?
-Si, eso parece.
-¿Por qué me rehúyes?
-No, si no lo hago
-¿Tú también me desprecias?
-Porque voy de despreciarte si ni siquiera te conozco.
-¿Podemos vernos esta tarde?
-Lo intentare, ya ves, estoy muy ocupado.
-Es igual, te estaré esperando...

Y salió rumbo a la plaza. El sol llegaba a su cenit y recordó su tierra natal a orillas del río Magdalena, Mompox, la ciudad de Dios... Recordó la última noche que había pasado en ella, las lagrimas que había derramado, el dolor de tener que abandonar cuanto quería. Se puso furiosa recordando aquellas imágenes. Quería borrar de la memoria todo rastro indeseable de su pasado. Olvidar su desnudez, el monologo eterno de su soledad. Pero no podía, los recuerdos se superponían a sus deseos. Recordó como saco de un pequeño cofre todos sus haberes, dos pulseras de oro, varios anillos, algunos pendientes de filigrana, un rosario y un puñado de monedas. Esto es todo lo que queda de mi vida, dijo. Lo deposito entre el bolso de mano y salió a venderlo al mejor postor, en el monte pío. Con el producto de la venta pago el pasaje en el pequeño vapor que la llevo hasta Barranquilla y de allí a la capital donde esperaba mejorar su situación personal, cambiar su vida. No tuvo la perspicacia de comprender que el torbellino se iniciaba...

Al anochecer, X, salió en su busca. Sus deseos eran contradictorios, no quería ir, pero un impulso superior a sus fuerzas lo empujaba a su encuentro. Tomo el camino de la Guacimalera, hacia las afueras del pueblo, la noche era clara y la luna aparecía detrás de los cerros redonda, era luna llena, luna de aullidos y de lobos, pensó X, y siguió adelante hasta alcanzar la puerta de la taberna. La música sonaba con fuerza y las mujeres bailaban contorneando el cuerpo y, los hombres, bebían aguardiente tarareando las canciones y llevando el ritmo golpeando suavemente sobre las mesas. Campesinos, ganaderos y forajidos se mezclaban en este ambiente de jolgorio. Las mujeres se distribuían entre las diferentes mesas y atendían a su clientela obligándolos a beber y a que les ofrecieran una copa en medio de risas y caricias. X entro en el local, se dirigió a la barra, pidió un aguardiente, observo a quienes estaban, saludo a algunos, y busco con su mirada a Adelaida. La vio en una mesa, situada en un rincón apartado, sola, mirándole risueña.

Detrás de él entro Caradura, siguiéndole los pasos, los campesinos se apartaban al verle, para darle paso, temerosos de aquel hombre monumental, de mirada esquiva y salvaje, cuello de toro, torso y brazos musculados, la cara señalada por un corte profundo en el lado izquierdo, la nariz chata , torcida, de andar lento y pesado. Se coloco en la barra al lado de X, pidió un aguardiente, lo apuro de un solo sorbo, y, sin mediar palabra, se abalanzo sobre X como una fiera. Todos los allí presentes se pusieron en guardia. Adelaida corrió hacia los dos cuerpos que rodaban por el suelo pidiendo que los separaran. Un grupo de hombres los separo. Caradura increpo a Adelaida. Les matare les dijo y salió del lugar. X no salía de su asombro. No comprendía aun por que lo había atacado. Conocía a Caradura y sabía que era un hombre pendenciero pero desconocía sus actividades de cuatrero. Tampoco sabía que Caradura cortejaba a Adelaida. Pasado el incidente X se sentó con Adelaida, charlaron un rato, comentaron lo que había ocurrido y se fueron a dormir.

Pasaron los meses, las autoridades, y los vecinos cada día estaban más preocupados porque a pesar de que se incrementaba la vigilancia el abigeato iba en aumento. Los asaltantes no se detenían ante nada. Mataban o golpeaban a quien por desgracia llegara a enfrentarse les. X organizo un grupo de ganaderos y se turnaban en las noches recorriendo la región o colocando en los caminos puestos de vigilancia que impidieran la libre circulación. A la descomposición social, al latrocinio se sumo un verano tórrido que obligo al movimiento de animales para acercarlos a los bebederos cercanos al río. Hecho éste que llevo a los dueños de los hatos a duplicar la vigilancia para impedirles a los ladrones obrar con facilidad. X, entre tanto, coordino a las autoridades de la región y de los pueblos vecinos en la esperanza de acabar con los abigeos.

El verano llego sin dar aviso y el alcalde hubo de tomar medidas de emergencia, en relación con el agua, habida cuenta de que el invierno había sido parco en agua. Las fiestas municipales y regionales se acercaban por lo que se dictaban los bandos incitando a la comunidad a participar en la organización y buen desarrollo de los eventos. Se alistaban corrales, se construían las plazas de toros, se contrataban los músicos y se invitaba al párroco para que preparara la fiesta del Señor de la Salud con la que se cerraba el periodo de festividades. En los pueblos vecinos, también, por el periodo estival, se celebraban las fiestas.


En la cabecera municipal de Guaduas se encontraban en la exposición equina y ganadera a la cual invitaban a todos los pueblos vecinos y a los ganaderos a participar en ella. X nunca había faltado a ésta cita por cuanto en ella hacia sus mejores inversiones, se presentaba a los concursos equinos y ganaderos y venida y compraba ganado a buen precio. Con antelación en Chaguaní preparo los animales para la exposición, los caballos de paso, las vacas y los novillos para el chalaneo. Embarco los animales en un camión y él se fue en busca de Adelaida para que le acompañara. Llegaron a la plaza de ferias sobre las diez de la mañana, bajo del todo terreno, cogió de la mano a Adelaida y se dirigió a organizar el desembarque de sus animales, terminadas las labores, sobre el medio día, se dirigieron al café a tomar un refresco, en la puerta les esperaba Caradura que, increpándolos, les descerrajo seis balazos, X y Adelaida cayeron sin pronunciar palabra.

Al otro día en los tabloides se hablaba de crimen pasional...

MONSERRATE




JUEVES 8 DE FEBRERO DE 2007
MONSERRATE


La vida en la ciudad o en el campo presenta a los niños y a los jóvenes diferentes alicientes según sea su espíritu y su capacidad de curiosidad. En el campo generalmente las distracciones se orientan a recorrer los cultivos en busca de frutas maduras, a cazar pájaros , a azuzar a los perros para que persigan las liebres o a darse un baño en el río y descansar en los playones mientras pican los peces el anzuelo, y, no pocas veces, con el ánimo de molestar a los vecinos, robando los huevos en los gallineros, quienes furiosos nos echaban los perros. Salíamos en estampida por entre los cafetales y rastrojos haciendo alarde, luego, de nuestras pillerías.
En la ciudad, fuera de recorrer las calles, los centros comerciales, los cines y los parques poco más se puede hacer. Bogotá está dominada por el cerro de Monserrate con una altura sobre el nivel del mar de tres mil doscientos metros; a él se accede o bien por funicular, el teleférico o por un camino de herradura bastante tortuoso utilizado generalmente por los penitentes, gentes que van al santuario del Señor de Monserrate a cumplir sus promesas y a pedir consuelo al Todo Poderoso. El acceso por cualquier otro lugar es peligroso dado lo escarpado del terreno.

En el colegio nos reuníamos con un grupo de amigos, una banda de rapaces bulliciosos, que hacía de las pruebas con riesgo un rito iniciático obligado, sin el cual no era posible ingresar en el grupo. Paralelo al colegio, lindando con el patio de juegos transcurría lento, a escasos kilómetros de su nacimiento, el río Tunjuelito, su cauce bajaba por entre dos barrancos no muy elevados, cuatro o cinco metros máximo, y, en algunos lugares la garganta no superaba los dos metros, la profundidad era escasa y su lecho cenagoso. Allí apostábamos la merienda a saltar de un lado a otro en las gargantas o a caer en las isletas, que se formaban en verano, en la mitad del lecho del río, saltando desde los barrancos, quien caía al agua perdía, y era objeto de burlas de sus compañeros, además de la sanción que recibía, por parte del jefe de disciplina, quien tenía que desplazarse con el afectado y llevarlo a casa para que se mudara de ropas. En alguna ocasión mi hermano mayor salto desde uno de los barrancos a una isleta sin alcanzar la diana, paso de largo y se hundió entre las aguas, pasados unos momentos solo se le veían las manos fuera del agua intentando coger algo, desesperadas. Sin pensarlo dos veces, salte, caí en la isleta, le sujete por las manos y le hale hacia arriba. ¡Se había clavado literalmente entre el cieno! Hale desesperado hasta que logre izarlo fuera. El susto fue descomunal y salimos de barro hasta la coronilla...

En otra ocasión fui yo quien, un domingo, después de asistir a misa, vestido con el terno azul oscuro del uniforme del colegio, salte , por una apuesta, una garganta, no alcance el lado opuesto y caí al agua como una piedra. Salí empapado y lleno de cieno. Sin demora me fui a casa, entre a hurtadillas, me quite las ropas mojadas, las escondí en un armario y allí las encontró mi tía el domingo siguiente
enmohecidas y mal olientes. De la reprimenda y los azotes aun me acuerdo.

La más insensata de nuestras exhibiciones fue una subida al Santuario de Monserrate. Se reunió el grupo, seis mocosos inexpertos, en deliberación optamos por no ir a clase el viernes siguiente y acometer la subida al cerro, por su cara occidental, paralelamente al funicular. Ni conocíamos el lugar, ni teníamos elementos de escalada, ni, en nuestra demencia, tomamos la más mínima precaución que pudiera llevarnos a terminar felizmente nuestro cometido.

Salimos de las casas en dirección al colegio, nos encontramos en el lugar previsto y tomamos un bus que nos llevo hasta el centro de la ciudad, al parque de los periodistas, y, desde allí, iniciamos a pie el recorrido rumbo al cerro. Serian las ocho de la mañana cuando comenzamos la ascensión falda arriba, por entre la arbolada de pinos zarzas y bajo monte. Subíamos contentos, alardeando de nuestra destreza, haciendo grandes esfuerzos por lo empinado del terreno, pero ayudados por las ramas, los arboles y mejor buena voluntad el avance era continuo. A mayor altura las dificultades aumentaban, dudábamos sobre si seguir adelante, pero el coraje podía más que la mesura y dábamos un paso más. El terreno ya no era empinado: comenzamos a ascender por unas repisas verticales despojadas de vegetación en la creencia de que más arriba el terreno cambiaría. Los pasos eran cada vez más complicados y ahora no teníamos la posibilidad de volver atrás. Éramos incapaces de mirar hacia abajo. Estábamos a más de cincuenta metros de altura sobre una cornisa sobre el precipicio. La angustia se adivinaba en los ojos de mis compañeros de paseo, el sol calentaba y la sed nos acosaba. Saque fuerzas de donde no tenía, les pedí que no se asustaran, que siguiéramos adelante, que pronto saldríamos del mal paso. Subimos unos cuantos metros más y nos encontramos frente a la verdad: ¡No había salida!

Las caras desencajadas, lágrimas en los ojos, angustia y desesperación. La única ventaja en aquella lamentable situación era que nos encontrábamos sobre una repisa de unos ochenta centímetros de ancha que permitía que permaneciéramos sentados, por lo demás, el precipicio se abría a nuestros pies sin posibilidad de dar la vuelta. Hacia adelante, un escollo aun más preocupante, la repisa desaparecía y se habría una luz sobre el vació de no más de un metro de distancia, casi insalvable, no por lo grande, sino porque no había de que agarrarse para salvar la dificultad sin correr el riesgo de precipitarse y caer al vació a más de ochenta o cien metros de altura. Gritar pidiendo auxilio era una labor inútil , nadie nos oiría, ni los trabajadores del funicular, a los que habíamos visto en nuestro ascenso trabajando en los raíles, porque desde donde estábamos ubicados no teníamos acceso visual a ellos y la distancia que nos separaba superaba los quinientos metros.

Optamos por recuperar fuerzas un rato, para calmar los ánimos y buscar una solución, pero también con la esperanza de que alguien nos viera desde el teleférico, que pasaba a unos setenta o cien metros de distancia sobre nuestras cabezas. Olvidábamos que era viernes y que los ascensos y descensos tanto del funicular, como del teleférico eran escasos. Las posibilidades de que nos vieran eran, por decirlo de alguna manera, nulas.

La tarde caía inexorablemente y nuestra preocupación iba en aumento. Pasar la noche allí, a tres mil metros de altura y sin ninguna protección, no debía ser agradable. Alguien proponía, Antonio, creo recordar, regresar por donde habíamos subido, pero solo de mirar hacia abajo, desde la cornisa, daba escalofrió. En un acto irreflexivo me levante, me acerque al voladizo, que nos separaba de la otra cornisa y salte. Ni yo mismo creía lo que había hecho, estaba al otro lado sano y salvo sobre la otra saliente, mi corazón latía desaforado, me senté, estaba agotado. Miraba a mis compañeros al otro lado y por su mirada comprendí su asombro, pero también su desconsuelo, se sentían abandonados.

Repuesto del susto y de la osadía les indique que iba a buscar ayuda, que no se movieran, que estuvieran tranquilos. Avance sobre la saliente hasta alcanzar un terreno firme y cubierto de bosque bajo en pos de los raíles del funicular del que me separaba una densa arbolada de pinos de unos doscientos metros de ancha. Salve todos los obstáculos, me deje la piel entre los zarzales y al salir de la arbolada, cincuenta metros más abajo, un grupo de trabajadores realizaban sus labores, grite a pulmón abierto pidiendo auxilio, los hombres sorprendidos subieron corriendo hasta donde me encontraba, les comente la situación en que había dejado a mis otros cinco amigos, se hicieron con lazos y herramientas propias de sus labores y los conduje hasta el lugar donde el paseo quedo atascado. No daban crédito a lo que estaban viendo. ¿Cómo llegaron hasta ahí? ¿Cómo se las arreglaron para subir por la pared? ¿Cómo salto entre las cornisas? ¡Lo habían hecho! Ahora había que preparar el rescate. No era fácil. Se colocaron arneses especiales, se ataron cuerdas, perforaron la roca y colocaron enganches desde los que improvisaron una pasarela colgante por la que pasaron todos los chicos que se encontraban al otro lado de la saliente...

El paseo termino en la estación de policía donde fuimos recogidos por nuestros padres...

lunes, 5 de febrero de 2007

MIS ABUELOS

Mis abuelos, tanto por parte de mi madre como por parte de mi padre, tenían algo en común: el cariño y la devoción que sentían por sus nietos.En todo lo demás eran diferentes. Por parte de mi padre, mi abuelo Crisostomo, era un hombre relativamente alto, de aproximadamente un metro ochenta, blanco, de anchas espaldas, manos toscas de hombre del campo, voz recia , ojos soñadores, de recio carácter y don de mando. Era un hombre hecho a las labores del campo como su padre,pero a diferencia de éste, siempre se preocupo por que sus hijos estudiaran para qué, según él, fueran gentes de bien. Toda su vida no había estado dedicada a las labores agrícolas porque las guerras intestinas que de cuando en cuando sacudían el país lo habían conducido a tomar partido por alguno de los bandos y, en consecuencia, a tomar las armas en defensa de los ideales que creía defender. Quizás la guerra de los mil días fue el periodo que con mas énfasis lo marco. No pocas veces en sus conversaciones traía a colación recuerdos de aquella época. Y fueron muchas las ocasiones que en sus ratos de ocio tuvo, como aplicados oyentes, a sus nietos, a quienes jamas dio un consejo porque según él, no perdía el que aconsejaba sino el que se dejaba aconsejar, pero sí con su ejemplo de hombre justo y recto.

Mi abuelo, Crisostomo, había nacido en Chaguaní, pueblo sito al occidente de Cundinamarca, en tierras que fueran antaño, en épocas del descubrimiento, la conquista y la colonia asiento de Paeses y Panches, tribus belicosas que lucharón casi hasta su exterminio contra los invasores. Su nombre deriva del nombre del Cacique Chaguaní que en lengua aborigen significa "varón del cerro de oro", enclave descubierto por Hernan Vanegas Carrillo en 1543. Su clima entre los 22 y los 25 grados centígrados lo hacen apto para los cultivos de la caña de azúcar y el café. Era propietario de una hacienda localizada en la vereda de Campo Alegre cuyos linderos sur-occidentales eran bañados por la quebrada de Las Sardinas; sus tierras estaban dedicadas a la producción de café, caña de azúcar y ganado vacuno y una granja dedicada a los bienes de pan-coger para el auto-abastecimiento diario. Debo afirmar que, llevo grabados en mis genes, en mi ADN, el gusto por las labores campestres, la libertad de sentirse al aire libre, el olor del humus de la tierra y el perfume agridulce de los frutos maduros o las plantas en flor, por ello, cuando recuerdo mis lugares de infancia me debato entre el mundo real y aquel otro presentido, imaginado y deseado que me conduce por el mundo de la fantasía, de lo irreal y de lo absurdo, el mundo de mis fantasmas interiores, mi mundo.

Siendo un chiquillo mi predisposición se orientaba, en gran medida por mi inquieto carácter, a perseguir las ranas, los grillos y cuanta pequeña alimaña quedara a mi alcance. El abuelo no me perdía de vista y me explicaba que clase de bichos eran aquellos y, si eran venenosos o no, inculcándome, a la vez, el respeto por ellos, porque , según decía, tenían que cumplir su misión sobre la tierra.Aprovechaba cualquier ocasión en que me encontraba dispuesto a escuchar, que eran pocas gracias a mi dispersión e inquietud, para contarme cuentos o para hablar de sus historias,de su vida. Ya dije que la guerra de los Mil días había marcado su carácter, lo había vuelto desconfiado y poco creyente, se sentía, en lo mas intimo traicionado, aun que nunca entendió muy bien que había sucedido, por que habían sido derrotados y porque acto seguido el país había sido desmembrado por quien se decía amigo. Permitaseme, en éste lugar, una pequeña digresión, se lo debo a mi abuelo: Hablar de historia cuando se escribe literatura no es lo más prudente, tanto más cuanto que, son dos actividades diferentes; La historia se ocupa de la verdad objetiva de los hechos que han ocurrido dentro de un conglomerado social; La literatura, si bien es cierto que se basa en hechos que han ocurrido en algún lugar o que han afectado a quien los cuenta, se basa fundamentalmente en la imaginación del autor, en la invención de situaciones, en la transposicion de tiempos, en la exageración de las imágenes y de la palabra para hacer creíble una historia. también es cierto que la literatura, sus fantasías, exageraciones y truculencias sirven para contar verdades y evidencias que de otra manera jamas verían la luz.No quiere decir ésto, que en no pocas ocasiones, historiadores y gobernantes, hagan literatura de la historia para acomodarla a sus mezquinos intereses, ocurre con mas frecuencia de lo deseado, especialmente donde el respeto por la igualdad de los seres humanos no pasa de ser una quimera; donde los totalitarismos de cualquier índole se imponen y donde quienes detentan el poder lo utilizan en su beneficio traicionando toda dignidad y la lealtad debida a quienes de buena fe creyeron en ellos.Normalmente se llega a esta aberrante situación cuando los ciudadanos se dejan consumir por la inercia de la abulia que destruye hasta la raíz lo que las generaciones anteriores han conseguido y construido a base de grandes esfuerzos, sacrificios ,trabajo, dolor y lágrimas.De ahí que mi abuelo nos dijera con mucha frecuencia que hacia mas daño quien no hacia nada que quien hacia algo, que más valía hablar que callarse, más protestar contra las injusticias que hacer como el avestruz, meter la cabeza bajo tierra y olvidarse de todo.

Le debo a mi abuelo la verdad, su guerra, fue una traición de principio a fin.La Colombia de la segunda mitad del siglo XIX fue una paradoja.La guerra de 1899 a 1902 fue el colorario sangriento de las guerras civiles nacionales que enfrentaron dos concepciones políticas, dos estrategias antagónicas: La república liberal de José Hilario Lopez basada en la soberanía popular y consolidada en Rionegro con la Constitución de 1863 que se enfrento a las fuerzas reaccionarias del conservatismo y el clero que le declararon la guerra y finalmente la derrotaron con la coalición de la Regeneración , liberales y conservadores,de la misma clase social, unidos por los mismos intereses de terratenientes, banqueros y comerciantes. Destrozaron a los liberales radicales en la Humareda inaugurándose la era de Rafael Nuñez con la constitución del 86 y el concordato del 87 que r4egreso al país a la era confesional, a las cavernas del poder civil unido al poder eclesiástico reafirmando los privilegios de la propiedad territorial e imponiendo la obsecuencia hacia el poder imperial Norte Americano, despojando a la nación de su soberanía y su potencial prosperidad.

Fue un tiempo de sangre y turbulencias que se desbordo con la posesión de Marroquin en una atmósfera densa en la que se discutía el asunto del Canal de Panama que enfrentaba a empresarios Franceses y Norte Americanos.

Las desavenencias, encuentros y des encuentros entre los dirigentes políticos del país desato la guerra el 12 de febrero de 1899 y se cerro con la derrota liberal en Palonegro en cuyos campos de batalla quedaron más de cien mil muertos. ¿Cuantas veces la traición,las equivocaciones,el desequilibrio de fuerzas,los cantos de sirena, las insidias y la falta de equidad y de justicia se cuelan por los resquicios del patriotismo conduciendo hasta el patíbulo preparado por los déspotas a los mejores hombres dejando a los pueblos sin vanguardia y sin guía?

La guerra culmina con la perdida del Canal de Panama,y, por desgracia,éste no es el fin sino el principio de la gran tragedia de la nación que entregada al colonialismo por políticos y empresarios aviesos que reciben ordenes del Imperio, élite apátrida que ha permitido que el país este sometido a una vida de ignominia y miseria, exigen aún mas prebendas expoliando hasta la saciedad a sus conciudadanos y a la patria a la que dicen pertenecer. Alguien tiene que reescribir la historia, estos CIEN AÑOS DE SOLEDAD , por la dignidad, la moral, la paz y la justicia. Aun quedan hombres para quienes la equidad tiene la forma y adquiere el valor de una perplejidad constante y paralizante.

Entendía mi abuelo que de alguna manera habían sido traicionados pero no podía explicárselo, aun hoy nos cuesta desentrañar la verdad, no porque no sea posible, sino porque los autores de aquellos hechos y quienes posteriormente escribieron la historia pretendieron ocultarla. Los padecimientos aun no terminan.El ciclo de la violencia no se cierra.

A mi abuelo, la única herida de guerra que le quedo fue la moral, las otras, decía, son las heridas de las necedad. A pesar de todo siguió siendo un hombre de bien, un campesino empeñado en sacar adelante a su prole, y, comprometido en hacer de su lar nativo un lugar donde la convivencia estuviera por encima de cualquier otro concepto.Era un hombre ocurrente y picante al hablar, de buenos modales y escrupuloso descriptor de acontecimientos y lugares.Su memoria era prodigiosa hecho que demostraría hasta la saciedad cuando, rondando la cincuentena, quedo ciego. Le disgustaba que le ofrecieran la mano en señal de ayuda para llevarlo a cualquier sitio. Se desplazaba con un bastón por toda la hacienda, conocía todos los recovecos de los caminos, los pasos de la acequia, los broches en los cierres de los potreros, la disposición del mobiliario de la casa y nos sorprendía dándonos el valor de los diferentes billetes de circulación legal.

Ir a la hacienda de vacaciones , a visitar a los abuelos, era un acto de devoción,hedonista por lo que de agradable y amable tenia: Eran los sabores y los olores del campo, las comidas preparadas por la abuela, la granja bien dispuesta en teselas, donde la diversa variedad de plantas crecían vigorosas y formaban, en época de floración o de recogida de frutos, un magnifico espectáculo multicolor y de exóticas fragancias que la retina y el olfato han guardado para siempre en la memoria. Pero no era todo, la recolección de frutos era una fiesta al paladar y a los sentidos, tanto mas si se tiene en cuenta que la abuela los utilizaba para prepara exquisitas mermeladas y conservas que eran la delicia de sus nietos, amen de zumos y ensaladas.

La Abuela Justina era una mujer de no mas de uno con cincuenta de estatura, la color cetrina, ojos negros, pelo negro y lacio, boca mediana, nariz ancha, dientes blancos y bien dispuestos y de carnes enjutas. De carácter nervioso pero moderada, parca al hablar, sigilosa al caminar, muy observadora sutil y altiva. Su porte y manera de ser denotaban enseguida la altivez de su raza, el orgullo, la presencia de animo y su testarudez cuando se sentía sobrepasada u ofendida por quien quisiera arrebatar le la razón. Panche hasta su muerte siempre le recrimino a su marido un desliz de sus años mozos: Don Crisostomo ademas de dedicarse a la agricultura era dueño de una recua de mulas de carga con las que solía sacar de la hacienda después de las moliendas de caña, la panela o el azúcar, o,las cargas de café a la población de Facatativa donde las vendía. el viaje hasta esta población por los caminos de herradura de la época era largo y lento y les llevaba real izarlo en temporada de verano tres o cuatro días y en temporada de invierno hasta una semana. Los pertrechos eran escasos y consistían básicamente en dos mudas de ropa blanca, alpargatas, machete, poncho de lino, sombrero de ala grande una múcura de guarapo dulce, arepas de maíz pelado , carne serrana, un cayado para hacer el camino menos rudo y un zurriago para arrear las bestias.En alguna ocasión, seguramente de copas y jolgorio regreso a casa de madrugada , despojo las bestias de sus enjalmas y arreos y se dirigió a sus aposentos donde era esperado, con alegría, por mamá Justina, quien al verlo, cambio el rictus por un gesto huraño y le espeto:- ¡De donde vienes! ¿De quien es la falda que traes sobre los hombros? Mi abuelo sorprendido retiro de su hombro izquierdo lo que creía que era su poncho, lo extendió ante sus ojos, su rostro cambio de color, dio media vuelta, sin pronunciar palabra y se fue a dormir a la enramada...

Mis abuelos paternos murieron muy mayores, rozando el centenario, dejando un inmenso vacío en nuestros corazones.

Con mis abuelos maternos tuvimos menos roce, quizás porque a la muerte de mi madre, mi padre y sus hermanas, mis tías, tomaron la responsabilidad de la crianza y educación de los menores, excepto de mi hermana menor, con once meses de edad, que quedo al cuidado de mamá Soledad. No hubo una ruptura ni un distanciamiento emocional sino un distanciamiento físico habida cuenta de que vivíamos en barriadas diferentes y muy distanciadas la una de la otra. La muerte de mi madre fue un cataclismo psíquico y emocional para toda la familia. Moría muy joven, con veintisiete años , en un desgraciado accidente de transito, dejando cinco hijos de los once meses a los siete años.La muerte siempre es una ruptura. La muerte del otro, por mucho que nos afecte y nos duela, es un accidente que altera el desenvolvimiento normal de nuestra vida, abre nuevos cauces a la esperanza o la priva totalmente de sentido.Por ello, mientras dure la vida, tenemos el deber de realizarla, de hacernos a nosotros mismos, de vivirla plenamente, porque la muerte es como una sentencia, según la cual, se vencen todos los plazos y comienza, sin nuestra presencia, el balance de resultados... Y, sin ir mas lejos fue lo que ocurrió, otro mundo nos asaltaba, un mundo que no era el nuestro, no por no ser lo, sino porque el giro que tomaba nos enfrentaba a otras realidades: Esto sera objeto de otro tema sigamos con los abuelos...

Mi abuelo Januario era oriundo de Junin, pueblo enclavado al oriente de Bogotá, cuyo nombre aborigen fue Chipazaque que significaba en lengua Chibcha "nuestro padre el Zaque", situado en la parte baja de la hondonada del valle de Gacheta.Por tradición sus gentes han sido en extremo religiosas y conservadoras, muestra de ello son los monumentos que se encuentran en la explanada del cerro Ararat, parque que ordeno construir el presbítero Luis Alejandro Jiménez, y que al final se convirtió en un panteón con una serie de monumentos de culto católico.

Don Januario, mestizo de color hosco, era de profesión maestro, se dedicaba a la educación, en las escuelas públicas de Bogotá. Era un hombre de recio carácter, ceñudo a ratos, mal humorado cuando sus alumnos no se sabían la lección, estricto en el cumplimiento de su deber, esforzado por hacerse entender cuando de matemáticas se hablaba y muy dado a no gastarse el dinero sino en aquello que fuera eminentemente necesario, y,el resto, para sus ahorros que nadie sabia donde los guardaba. Sobre su esposa, Mamá Soledad, caía la responsabilidad del cuidado de sus cinco hijos, la alimentación y la educación. Ella era el alma de la casa, quien con sus labores de modista, sentada en su maquina de coser singger, pedaleando día y noche hasta el cansancio, sacaba adelante a su prole, mientras Don Januario ahorraba para la vejez. Puede pensarse que hablo mal de mi abuelo. No. No lo hago.Solo trato de contar lo que conozco.No puedo hacerlo porque con migo fue un hombre especial. ¡Tantas veces hable con el! Fueron muchos los desayunos y almuerzos los que compartimos en mi adolescencia. Muchos los consejos que me daba. Era esplendido con migo, generoso y sentimental: Te pareces tanto a tu madre, me decía, y se le anegaban los ojos en lágrimas. Cuando le conté que me había casado, me miro sorprendido, se hizo un silencio espeso y después de una larga meditación me reconvino aduciendo que era muy joven, que el paso que había dado era muy serio y que quien tenia mujer debía tener casa y costalito para la plaza. No se cuantas cosas mas me dijo con una serenidad que me sorprendía,tanto mas cuanto que yo conocía las explosiones intempestivas de su carácter. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando extrayendo el talonario de su cartera me extendió un talón, para que compres,dijo, los muebles de la alcoba.Con mi matrimonio, mi nuevo destino y las nuevas obligaciones contraídas, los encuentros con mi abuelo Januario se distanciaron. Años mas tarde cuando mi abuelo murió sus hijos se llevaron una gran sorpresa: Mi abuelo había ahorrado para la vejez, entre su cartera encontraron títulos bancarios por una suma considerable de dinero y escrituras de bienes raíces de los cuales nadie, solo él, conocía su existencia....