miércoles, 4 de enero de 2017

                                                         Solo una flor

Estoy vieja, la primavera y el otoño ya se han ido. Solo queda el invierno. ¡Ah! Y los recuerdos… quizás por ello aun respiro, miro hacia atrás y suspiro. Eso, los suspiros son la vida de lo que ya se fue y que aún queda en el ambiente. Quizás me exceda, cosas de la vejez. Ñoñeces. No lo toméis en serio, la vida debe ser más amable y risueña.

De niña, alguna vez me llevaron mis padres de carnaval. Es extraño, a pesar de tantos años vividos no lo olvido, está ahí, en mi memoria, quizás también en la tuya… Había mucha gente, niños mujeres y hombres, algazara a porrones, música, saltimbanquis y tambores; payasos vestidos de mil colores, mujeres contorsionistas, trapecistas, malabaristas y animales exóticos: papagayos, serpientes, tigres, leones y un elefante de larga trompa y fantásticas orejas. De los balcones lanzaban emperifolladas damas sacos de confeti de colores creando una lluvia de arco iris.

En la esquina de la plaza, en un rincón, se alzaba la iglesia con su torre de fortaleza medieval desafiando al firmamento. Por su puerta lateral entraban despacio, sin afán, cubiertas todas de negro, algunas mujeres como huyendo del pecado, ocultando el rostro, como si al penetrar en la iglesia se alejaran del carnaval y sus tentaciones. Pero no. Allí estaba el presbítero invitando a la fiesta pagana, invitando a participar de las carnestolendas para preparar a conciencia  la semana santa. Cada año ocurre lo mismo: nos entristece la partida del carnaval  y esperamos con resignación a que llegue el nuevo año y, con él, la fiesta. ¿No sé cómo explicarlo? Pero me invadía, a mí y a todos en general, exceptuando a las beatas, una íntima agitación. Sentía que el mundo renacía y se abriese como la rosa de la aurora. Como si todas las voces humanas cantasen al unísono su gran victoria sobre la muerte y lo que ya no es. Las carnestolendas no eran solamente mías pertenecían a la gran masa de seres humanos que sacudían la ciudad.

Es curioso que ahora traiga a colación estos recuerdos, pero ellos parecen tener vida propia, están ahí, no quieren ser olvidados, se manifiestan persistentemente y nos hacen actuar en concordancia con sus especiales intereses. Digo esto porque, que recuerde, yo poco participaba. Era muy tímida, no cantaba, no bailaba y hablaba poco; tampoco me había disfrazado ni me había puesto nunca una máscara, aunque, ahora que lo pienso, mascara llevamos casi siempre. En compensación tenía el extraño gusto de la lectura y gustaba de mezclar los personajes de una obra con los de otra e imaginar charlas estrafalarias. Cuando pasaban las chirigotas por la calle en la que vivíamos miraba por la ventana como se divertían los demás. Abría una de sus hojas y, a través de ella, lanzaba bolsas de confeti. ¡Cómo me divertía! Entonces, sin haberlo pensado, me convertía en una niña feliz sin necesidad de antifaz. Sencillamente me regocijaba la felicidad de los demás.

El antifaz me producía cierto repelús, un miedo a no sé qué. Miraba desde mi particular atalaya las caras enmascaradas y trataba de adivinar la cara que había detrás del antifaz. En mi interior pensaba que la una era el reflejo de la otra, y que, esa correlación, era la verdadera manifestación de su carácter. Pero… ¿Habían tantos?  Eran tan diversas las máscaras y los personajes que representaban que había razón de tener miedo. Alguna vez parada en la puerta de la casa hable con alguno de ellos y, mi mundo encantado  de  ogros, duendes, príncipes y hadas  desaparecía  para comprender que detrás de cada mascara, del dorado antifaz, vivía un ser humano envuelto en su propio misterio.

Entendía poco a poco que la vida no era justa y que la realidad es superior al misterio. Como toda  niña mis preocupaciones giraban alrededor de los míos, mi madre, mi padre y mis hermanos, y las de mis padres en cubrir de la mejor manera las necesidades de sus hijos: era la hija de una familia pobre, el carnaval solo pasaba por debajo de la ventana. Dedicaba los días a peinar las muñecas de trapo o en imitar a mi hermana mayor pintándose la boca, o a leer los cuentos de los hermanos Green. En ello escapaba de alguna manera de mi niñez, aun así, siempre esperaba el carnaval.

Hubo un año de carnaval que llevo gravado a fuego en la memoria. Los recuerdos de aquel año aun me persiguen, entonces tenía diez años, ya no era tan niña, y le pedí a mis padres que me dejaran participar del carnaval. Accedieron, no sin reticencia, me advirtieron que tuviera  cuidado y que no me alejara de la comparsa en la que iba a participar. Quería disfrazarme y no sabía de qué. Además no tenía dinero para mascaras ni disfraz ni podía pedírselo a mis padres. Recorrí lentamente mis recuerdos, mire hacia atrás todo lo que observe desde mi particular atalaya, la ventana de mi casa, las máscaras, antifaces, vestidos de luces , chirigotas y comparsas tratando de encontrar la máscara de mi identidad. No la encontré. La ruleta de mi destino no deja de girar.  Salí a la calle, desanimada y triste a ver pasar el carnaval, como siempre, esta vez desde la puerta de la casa. De pronto, como una aparición, se plantó frente de mí un niño, mayor que yo, risueño, de ojos soñadores, de tez blanca y cabellos rizados, llevaba sobre los hombros dos grandes alas de mariposa con colores iridiscentes, me miró fijamente, se sonrió,   y con su voz melosa, con audacia y medio en broma, tomo mi cabeza con sus manos  y deposito un beso en mis mejillas y balbució quedo: Eres la flor de la mañana.


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